30 diciembre 2007

El tren. Parte 3

El vagón tenía unos ocho metros de largo y dos y medio de ancho. Estaba construido en madera: el suelo de caoba y las paredes de pino. El techo era de chapa galvanizada, pero lo aislaban unas planchas de corcho forradas con una rica tela roja de terciopelo con ribetes dorados. En la parte delantera había tres filas de asientos acolchados de cuero, y en la trasera, otros tres mirando al frente y tres mirando hacia atrás. En el centro, había un largo asiento lateral, bajo las ventanillas, en el que podían sentarse varias personas. Tres quinqués de petróleo iluminaban el compartimento proporcionando una luz cálida y dura.

Era la primera vez que subía a un tren. La madera del vagón crujió bajo sus pasos a la vez que su corazón latía con fuerza. Al cerrar la puerta -que era corredera- dejó de oírse todo el golpeteo de la maquinaria, los silbidos de las válvulas a vapor y el rechinar de las bielas; pareció de repente, como si entrara en otro mundo. Todo era nuevo para él, desde los asientos de cuero, los aderezos de bronce tan bien terminados, y ese olor característico que tiene lo antiguo.

Tras unos instantes el tren empezó a moverse y a alejarse de la estación. Por la ventanilla pudo ver los fuegos de los mendigos, los árboles que parecían huir y las humaredas de vapor que iba dejando la locomotora. El cielo estaba oscuro y los quinqués oscilaban rítmicamente mientras el tren marcaba su característico traqueteo.

Aparentemente, él era el único pasajero, por lo que decidió pasar al siguiente vagón. Con dificultad giró el pomo bronceado de la puerta delantera, la abrió, y un golpe de viento helado le hizo sujetarse la gorra mientras atravesaba torpemente el enganche que daba paso al siguiente vagón. La puerta de este otro no quería abrir, algún mecanismo atascaba el gozne, y sus dedos entumecidos por el frío empezaban a perder sensibilidad. El tren tomo una curva cerrada que casi le hizo perder el equilibrio. Afortunadamente, pudo asirse a dos cadenas que a modo de protección, unían los vagones. Tras unos minutos luchando con el frío descubrió una palanquita que liberaba una traviesa vertical y finalmente abría la portezuela. Entró rápidamente y la cerró tras de sí cubierto por finos copos de nieve. Cuando se sacudió la gorra y levantó la vista, descubrió que este vagón no estaba vacío. Nadie pareció inmutarse con su presencia, pero su corazón sí se estremeció al contemplar a sus extraños compañeros de viaje.


29 diciembre 2007

Una reflexión breve

Esta tarde escuché decir a un fotógrafo:

«Sugerir es crear,
describir es destruir»

Tras un tiempo de ausencia, y tras recuperar algo de tiempo, vuelvo. Feliz Navidad a todos y ¡hasta pronto!



02 octubre 2007

El tren. Parte 2

Los asustados vagabundos que malpasaban la noche en la estación se reunieron en torno a la locomotora como almas en pena. Un curioso muchacho de no más de doce años, ojos vivarachos, pelo negro, zurrón de borreguillo y gorra montera de paño, no perdía detalle y observaba ensimismado aquella formidable máquina oxidada que parecía tener vida propia, y que ahora había venido a descansar torpemente en la vieja estación como un soldado que vuelve de las trincheras. Sus poleas, vigotas y bielas no paraban de moverse aún parado produciendo ese sonido que provoca la mecánica antigua.

Tras un chasquido, se abrió ligeramente un portón metálico corredizo en el lateral del segundo vagón. Los vagabundos miraban, y tras unos minutos sagrados, la vieja maquinaria se puso otra vez en marcha como tratando de desperezar. Las dos torres de chimeneas emanaron un humo negro a la vez que los pistones vaheaban cada vez más aquella humareda blanca que empezaba a crear una niebla espesa en el frío apeadero. Con gravedad, las pesadas ruedas se pusieron en movimiento. Las bielas dobles empujaban los recios radios mientras toda la pesada maquinaria se ponía en movimiento. El rítmico golpeteo de los cilindros resonó junto a los resoplidos del vapor, y así el tren partió ante los aún pegados ojos de lo menesterosos, cuyas miradas se perdían embelesadas en el farolillo rojo que desaparecía tras la niebla. Tan hipnotizados estaban, que ninguno notó la ausencia de un curioso muchacho de rostro pálido, ojos vivarachos, chaleco y polainas de pana, zurrón de borreguillo y gorra montera de paño.

Tapado con una manta de lana parda y junto a dos botellas vacías de absenta, yacía un hombre que dormía su borrachera cuando fue despertado por una gran explosión seguida de una lluvia de tierra, chinorros y cascotes. El frente había llegado al pueblo. Aún mareado se asomó por el ventanuco de la buhardilla donde dormían él y su hijastro. La sirena que anunciaba la presencia de los bombarderos había empezado a sonar y todo el pueblo corría como hormigas para entrar en los refugios.

- ¡Corre muchacho, que vienen a por nosotros! - Gritó desesperado mientras sujetaba con una mano su dolorida cabeza.

- ¡Despierta holgazán! - Gritó justo cuando un proyectil impactó cerca del tragaluz abriendo un boquete en la pared e inundando la estancia de humo, escombros y olor a pólvora.

De un salto huyó despavorido escaleras abajo hacia los refugios olvidándose del muchacho, sin más guarda que unos pantalones raídos, una camisa de cuadros y una estera que se le había enganchado en el cinturón tras el alboroto del proyectil. En su resaca, si siquiera había reparado en que el muchacho, aquella noche, no había dormido allí.

29 agosto 2007

El tren. Parte 1

Cuentan que una vez salió un tren muy temprano, antes aún de que el sol despertara a la ciudad dormida y castigada por una dura posguerra. La estación, quemada por el último incendio de los milicianos, daba cobijo a las pobres almas que sólo conservaban el hambre, la tristeza, unos harapos y con suerte, un mendrugo de pan.

Todos los lunes, una nube de humo gris en movimiento atravesaba a lo lejos la pradera del Ronquío para internarse en el túnel del tuerto, una cueva natural que quién sabe qué picapedreros transformaron en túnel ferroviario. Antes de adentrarse en él, el tren lanzaba su silbido de vapor para perderse en la cueva y desaparecer de la faz de la tierra hasta el lunes siguiente.

La vía era vieja; multitud de matojos, yerbajos y maleza cubrían los raíles y las traviesas, que desde hacía muchos años, habían quedado ocultos. Era por tanto, el único tren que pasaba por ahí, pues los carriles habían quedado inservibles para el nuevo ancho de ejes que debían tener las locomotoras según el decreto del ministerio que obligó a sustituir la recién nacida red ferroviaria en un intento de modernizar las obsoletas infraestructuras.

Los chicos llamaban a aquel tren, el tren de los muertos, porque nadie sabía su origen ni su destino. Nunca entraba en el pueblo, y tampoco nunca cesó su ruta aún en los días más intensos de bombardeos. Sólo algunas mentes inquietas y observadoras se preocupaban por aquel rastro de humo que aparecía los lunes en el horizonte, pero el clima de temor, el terreno minado, y las penurias y necesidades de la época convertían aquel misterio en un asunto de segundo plano.

Nunca entró en la ciudad, y de él sólo se sabía que era de vapor, por el sonido quizás de seis pistones; por la forma de la humareda, que se impulsaba con antracita; tenía quince vagones, y un farolillo rojo al final.

Un chico, de no más de doce años, rostro pálido, ojos vivarachos, cuerpo flaco, pelo negro, chaleco y polainas de pana, zurrón de borreguillo y gorra montera de paño, se subía todos los lunes a la misma hora a lo que quedaba del campanario de la iglesia para ver allá a lo lejos, entre las montañsa nevadas, el tren de los muertos.

Aquel día, sin embargo, el tren con paso lento y seguro, entró en la estación. Eran altas horas de la madrugada. El techo de la Terminal crujió y tembló a la entrada del ferrocarril. Los pobres desheredados se despertaron como zombis envueltos en sus toscas mantas de estraza. Un farol de carburo en la locomotora era lo único que iluminaba el lugar. Sus válvulas exhalaban arrítmicamente un denso vapor que en aquel ambiente invernal, creó una atmósfera realmente sobrecogedora. Hacía muchos años que no entraba ningún tren en la estación, y éste lo había hecho como un fantasma.


26 agosto 2007

El Ginkgo. Parte 2

Comenzó después el canto de los árboles. Un viento impetuoso que atravesaba los troncos huecos producía una resonancia ronca parecida a la del didgeridoo. Las corrientes rápidas de las alturas doblaban allá en lo alto las ramas más finas de las hayas arrancándoles un canto de infinitas voces que parecía gobernado por la gema de Kayjaa.

Dormida durante mil años en las raíces del ginkgo, la gema se había despertado cuando aquél mundo comenzaba a extinguirse. Como una plaga artificial, los eucaliptos, pinos y quejigos plantados por el hombre iban ganando terreno en los montes; grises torres eléctricas se alzaban casi más altas que las secuoyas. Las pistas y los cortafuegos estaban mutilando la creación que la madre naturaleza había esculpido muchos milenios atrás. La armonía del bosque correspondía a la joya, y no a las manos del hombre, y era por eso que los árboles nuevos no cantaban como los demás, y que sus raíces eran incapaces de beber de aquellos rayos azules… y es que aquellos árboles eran distintos a los otros. Había algo que sólo ella podía ver… la magia.

Agitó entonces sus pequeñas alas, y la pequeña hada se posó delicadamente junto a la raíz del ginkgo, en una pequeña flor no mucho más grande que ella. Su mundo estaba muriendo, y por su pequeñita cara rodaron dos diminutas lágrimas de plata mientras miraba al señor del bosque, que como buen monarca, aún se atrevía a iniciar el ritual de Kayjaa.

Como todos saben, las hadas pueden vivir cientos de años, conservando esa ingenuidad, bondad e inocencia que sólo tienen los niños. Cuando uno ve sus ojillos traviesos, nadie como nosotros alcanza a imaginar la cantidad de aventuras, experiencias, consejos y sabiduría que son capaces de ofrecernos. Nadie se imagina cuántas batidas han dado sus frágiles alas, cuánto polvo de hada han esparcido, ni cuántos corazones han alegrado. Sin embargo, esta vez, se había dado cuenta de que su mundo se apagaba sin solución, y por eso ahora estaba triste.

De repente, un crujir bronco sonó encima suya. El ginkgo parecía moverse. Ella lo miró atenta. El canto de los árboles no había cesado. El gran monarca pareció doblarse hacia el hada, y con una voz grave y regia le dijo:

−Joven hada de los bosques, la gema tiene una importante misión para ti.

Tras unos instantes de vacilación, a la vez que se secaba las lágrimas, respondió: −¿Para mí?− con asombro y temor.

−Nuestro mundo agoniza, la magia está desapareciendo poco a poco… eres el último hada del bosque, y este será ya mi último ritual como rey. Mis fuerzas están menguando y no podré proteger a la joya por mucho tiempo más− dijo con un hablar que ya casi ni se entendía.

−Pero dime, oh rey ¿qué puedo hacer yo? la más pequeña de las hadas ¿si con la magia también me iré yo?− dijo mientras otra vez se le resbalaban dos lágrimas.

El ginkgo lanzó un suspiro atronador que resonó en todo el bosque. La gema de Kayjaa brilló entonces aún más, y el hada sintió cómo emanaba de ella una luz blanca, como un resplandor cegador. Con sus manillas tapó sus ojos a la vez que comenzó a sentir calor en todo su cuerpo. Un torbellino de miles de partículas brillantes pareció envolverla. Sintió que sus alas no le respondían y que la fuerza de la gravedad la atraía hacia la tierra con más fuerza. El cielo ennegreció, y un relámpago deslumbrador cruzó el cielo de oriente a occidente seguido de un ensordecedor trueno que hizo estremecer a todo el bosque y trajo la lluvia consigo. El monarca parecía respirar torpemente, mientras sonidos ininteligibles salían de lo que parecía su boca. El viento soplaba con mucha fuerza. Los árboles estaban doblados… −No... no... dejes... que... muramos...− fueron las últimas palabras del soberano ginkgo. Entonces el hada cayó en un profundo sueño.


* * *


Cuando despertó, un hipnotizador olor a tierra mojada bañó aquella atmósfera mágica. El sol había salido y un arco iris se dibujaba en el cielo inmaculado. Por el viejo cauce fluía ahora un arroyo fruto de las últimas aguas. En un remanso, el hada se observó y se vio convertida en una hermosa muchacha de cabellos de oro. Al volverse vio el ginkgo, y a sus pies, manchada por el barro, una piedra azul, no más grande que una almendra. Volvió tras sus pasos y se miró otra vez en el remanso del río. Sus ojos tenían el mismo brillo travieso que antes y desprendían bondad, cariño y magia. Ya no tenía alas, pero sabía que de alguna manera podría volver a repartir su polvo de hada.

Cogió la piedra, y con ella trazó en el tronco del ginkgo un extraño símbolo. Después lo miró y le dijo con reverencia −duerme, oh rey, que no dejaré que nunca muráis−.

Y así con la joya se puso en camino.

Tras varios días de caminar encontró un poblado... pero esto, forma ya parte de otra historia que bien debe ser contada en otra ocasión.

12 junio 2007

El Ginkgo. Parte 1

La encontró allí, escondida entre las raíces del árbol misterioso, justo en el cauce que había dejado un antiguo río. Se trataba de un Ginkgo, la especie de árbol más antigua del mundo. No tiene parientes vivos conocidos, y según los fósiles que tenemos, no ha evolucionado hasta nuestros días. Es la única especie que ha llegado hasta nosotros que sobrevivió a la gran extinción del Pérmico, hace 200 millones de años, en la que desapareció el 95% de la vida sobre la Tierra, y por eso Darwin lo llamaba “fósil viviente”. Otros llaman a este milenario árbol oriental “árbol de la esperanza”, pues cuatro ejemplares japoneses resistieron a la explosión de la bomba atómica en Hiroshima. Uno de ellos, en un templo budista (que quedó totalmente destrozado) a tan sólo 1 km del lugar de la explosión, aún se puede ver junto a un cartel que reza: “No más Hiroshima”.

Volvamos al relato. Sus raíces quedaban parcialmente al aire debido a la erosión del agua que había formado junto a él un gran socavón. Estaba ubicado en la parte más profunda del bosque, rodeado de helechos, lianas, hiedras y monumentales secuoyas. Con sus tres metros de diámetro, su tronco bimilenario y sus peculiares “chichi” −unos extraños subtroncos que crecen a modo de estalactitas− tenía un aspecto no de árbol, sino de templo. Sin duda era el señor del bosque.

Tras la puesta de sol, se alzó la luna brillante sobre un cielo aún azulado. Entonces, como tenue lumbrera, la gema de Kayjaa, comenzó a derramar sus cálidos rayos azules sobre las raíces del Ginkgo. Extasiada miraba el acontecimiento mientras una fría brisilla acunó sus cabellos de oro, y a la vez las ramas del árbol, que suavemente crujían bajo la luna, iniciando así el ritual.

Sus brillantes ojillos reflejaron la luz de la gema, y su nívea piel también se empezó a bañar en la suave luz azul. Los rayos se hicieron cada vez más intensos, y poco a poco fueron adquiriendo como consistencia, llegando a ser como agua de luz que comenzó a fluir por el cauce del viejo río. De la gema salían ahora como chispas de luz blanca que revoloteaban caprichosamente antes de apagarse apenas unos instantes después.

Allá en lo alto, las hojas del viejo árbol mecidas por el viento comenzaron a derramar gotas de luz doradas resaltando aún más si cabe su imponente presencia mágica. El viento soplaba, todo el bosque se agitaba, y en el centro, el majestuoso Ginkgo se transformaba animado por la gema de Kayjaa.

(continuará...)

02 junio 2007

El órgano


Como siempre, llegó por los pelos. Entró por la conocida “puerta de las cadenas” flanqueada por los cubillos, unas curiosas torres que contrarrestan la carga de la cabecera. La catedral estaba llena, todos los bancos estaban ocupados. Nunca se hubiera imaginado que un evento de aquel tipo atrajera a tanta gente. Comenzó a recorrer el ábside, con la intención de acomodarse en alguno de los bancos libres de las naves laterales, mientras tanto, no paraba de mirar las numerosas capillas que atravesaba, prometiéndose a sí mismo volver a visitarlas cuando tuviera más tiempo.

Al rodear por detrás el presbiterio, reparó en una hilera de sillas de madera colocadas justo en el crucero, de espaldas al coro, de frente al altar mayor, y con las dos mueblerías de tubos del órgano a los lados. Era el lugar perfecto ¡y estaban vacías!

Acomodado en tan privilegiado lugar, y tras una breve monición del organizador del evento, comenzaron a sonar los graves bordones y las sonoras trompetas, que son aquellos tubos que se abren en abanico de forma horizontal. Poco a poco se fueron añadiendo tiples, flautados y gambas. El sonido combinado de una decena de notas se fue haciendo casi ensordecedor, para silenciarse de pronto. El maestro organista había conseguido transportarnos al Barroco y a un mundo en el que lo humano y lo sublime se abrazaban en los caños de un órgano centenario.

Con una obra de Sweelinck, se reclinó sobre la silla de madera, mirando extasiado la parte superior del templo, perfectamente iluminada con varias tonalidades de luz –o mejor dicho, varias temperaturas de luz− toda de piedra tallada con las formas más curiosas. Entre columnas, pilares, terracillas y arcos ciegos podía distinguir pequeñas puertas tras las que se imaginó pasadizos, estrechas escaleras y habitáculos secretos de cuya existencia sólo sabía el arcediano.

A unos tientos de Cabanilles, se imaginaba pasear por una de aquellas altas terrazas o repisas, quizás algún maestro picapedrero se dejara olvidada en un recoveco un cincel, unas gradinas, uñetas o cualquier herramienta de la época. También pensaba en cómo aquellas piedras habían visto guerras, la inqusición, habrían visto a los monjes dominicos, a las mujeres acudir a los oficios tapadas con velo. Habrían visto modas, coronaciones y solemnes cabildos. Habrían soportado tormentas, epidemias, terremotos. En sus sólidos muros habían visto anidar golodrinas, trepar hiedras y crecer musgos. Sus campanas habrían anunciado catástrofes, nacimientos y toques de queda.

Bach se encargó de que nuestras almas cruzaran hacia lo trascendente. Unas soportables disonancias se resolvían con sencillas armonías de manera rítmica que significaban una lucha entre el bien y el mal en la que siempre vencía el bien. Las escenas bíblicas plasmadas en enormes vidrieras se encargaban de añadir la componente plástica a aquella catequesis sublime.

Cuando salió de la catedral ya no la veía como una construcción artística… ahora la veía viva, le había transmitido parte de su secreto, y por eso, ahora caminaba de regreso a casa por aquella oscura calle empedrada con una sonrisilla. Quizás aquello del alquimista Fulcanelli: “…la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas”.

22 abril 2007

Un año de Arpegios thorkianos

Hoy se cumple un año de aquel primer post. Desde entonces, 48 entradas de cine, vivencias, poesía, ciencia, relatos, curiosidades, mitología y estrellas, han ido llenando estos Arpegios thorkianos de la mano de vuestros comentarios. Persisten en mi memoria "Le Chasseur d'Étoiles", "Ver, sentir y soñar", "Wendy" o "Las ánforas".

¿El balance? Haber descubierto un nueva vía de comunicación y encontrar historias y personas que realmente merecen la pena.

A día de hoy, no escribo en las mismas circustancias que hace un año, sin embargo para esta nueva etapa que empieza, me contentaría sólo con la mitad de la mitad de lo que estos 12 meses me han aportado.

Muchas gracias a todos los visitantes fijos y a todos aquellos que arriban aquí de algún modo. Muchas gracias y muchas felicidades.


12 abril 2007

Asteroide Apofis

Hace poco, la prensa −sobre todo sensacionalista− se hizo eco del futuro impacto sobre la Tierra de un enorme “meteorito” con consecuencias nefastas para la vida humana allá por el año 2036.

Apofis (ó 2004 MN4) es un asteroide de unos 250m de diámetro y 21 millones de toneladas, descubierto en 2004, que gira alrededor del sol con una órbita muy parecida a la nuestra, pero un 13% más rápida, eso quiere decir que el asteroide adelanta a la Tierra cada 7'7 años aproximadamente. Esta órbita no es fija, y está previsto que en 2029 se acerque la Tierra, hasta una distancia diez veces inferior a la de la Luna para continuar de nuevo su viaje alrededor del Sol. Por entonces se podrá ver en el firmamento como una estrella de magnitud 3'3 (no muy brillante, pero visible a simple vista) que atravesará el cielo durante unas 3h. Esta cercanía puede cambiar la trayectoria de su órbita, haciendo que la siguiente pasada sobre la Tierra, no sea una pasada, sino una colisión. La “alta” probabilidad de que esto ocurra, ha hecho que el Apofis sea el primer asteroide en alcanzar el nivel 4 de la escala de Turín (o Torino) que tabula del 0 al 10 las probabilidades de impacto de un objeto NEO (Near-Earth Object), aunque tras las últimas medidas, ostenta el nivel 0 (la más baja).

La incertidumbre está en una región del espacio de apenas 500m que los científicos llaman “ojo de cerradura” en la que se dan una serie de condiciones tales que si el asteroide pasara por ella en el 2029, su órbita y su estructura se alterarían para dirigirlo hacia la Tierra en el 2036.

Desgraciadamente, las observaciones ópticas y de rádar actuales, dan una precisión mayor de 500m, por lo que es imposible predecir su paso por el “ojo de cerradura”, cosa que se podrá hacer con más precisión en el 2014, cuando el Apofis pase otra vez cerca de la Tierra. Además, está pendiente la medición de su velocidad de rotación, ya que si es demasiado lenta, el “efecto Yarkovsky” podría alterar nuevamente la órbita del asteroide invalidando las medidas actuales.

El interés mediático por este Asteroide se debe quizás a su tamaño o a su nombre Apofis, dios egipcio de las tinieblas y las fuerzas maléficas, ya que existen más de 4000 NEO’s catalogados, y muchos de ellos como el “2007 DX 40”, “2007 FY 20” o el “2000 SG344”, aunque son más pequeños (de apenas unas decenas de metros), tienen mayor posibilidad de impacto.

Afortunadamente, la probabilidad de colisión para el 13-4-2036 es de 2.2e-5, es decir, de aproximadamente 1/45000, cuatro veces más improbable que morir ahogado en tu propia bañera accidentalmente (1/11289 según el Consejo Nacional de Seguridad de EEUU).

Dejo aquí algunos enlaces para seguir investigando.

Trayectoria de colisión
Simulación del tsunami que provocaría
Programa NEO de la NASA
Efecto Yarkovsky
“Ojo de cerradura” (inglés )
Escala de Turín
Noticia que desató la alarma en el 2004 (¡La probabilidad de impacto entonces era de 1/63!)
Probabilidad de morir por... (inglés)

nota: Si se deja caer por aquí algún visitante mexicano, que no deje de mirar la trayectoria de colisión :/

10 abril 2007

... y los sueños, sueños son.

Y hallábase en un sueño sumergido
do no pensaba nunca despertar
porque mientras navegaba en ese mar
un extraño querer le había venido.

Creiste en el sueño ¿Quién te ha convencido?
Pobre iluso, todo se ha de esfumar
—no fue más que un engaño del azar—
dale tiempo, y todo se hará olvido.

Graba a fuego estas palabras mías,
por muy desgraciado que ahora seas,
y aprende para siempre esta lección:

«Si sueñas en la noche y aun de día,
hasta que unos ojos tu no veas,
mantén bien cerrado tu corazón»


"Perder el tiempo soñando con lo que podría ser, es desperdiciar lo que ahora es". (Le Chasseur d'Etoiles)

01 marzo 2007

Las Ánforas. Parte 4

Como dije anteriormente, los narduk eran seres encargados de fabricar sueños, pero ¿cómo lo hacían?... La respuesta es difícil de comprender si no estamos familiarizados con ellos, así que intentaré explicarlo de la forma más sencilla posible.

Estos seres se mueven por los mares en sus cápsulas. Les encanta viajar, y con el tiempo cada uno ha ido confeccionando un complejo plano del reino submarino de los sueños −plano incompleto pues a este reino no se le conoce confín− donde anotan los lugares de especial interés. Su viajar se puede decir que es errante, o más bien nómada, permaneciendo temporadas alrededor del mismo sitio, bien porque les ha gustado el lugar, porque quieren recoger transelementos, relacionarse con otros narduk, reparar sus cápsulas o simplemente descansar. Muchas veces sus cápsulas se averían en lugares tenebrosos, y como están obligados a fabricar al menos un sueño cada día, si no tienen transelementos, no les queda más remedio que fabricar pesadillas. Los sueños, como explicaré más tarde se fraguan en las ánforas. Los transelementos son cosas que encuentran a las que cada narduk, en función de la magia que tenga, le cambia la esencia si bien permanecen los accidentes. Nosotros no vemos esa nueva esencia a no ser que soñemos. Lo que para nosotros serían algas, rocas, un resto de coral, una perla… ellos lo transforman en un aeróstato, nubes, fragancias, lugares, etc. Los narduk son seres solitarios, aunque a veces, si se encuentran −y sobre todo si se conocían de antes− se intercambian transelementos ya transformados, y a veces incluso se prestan su soñadores, ése es el motivo por el que a veces dos personas se sueñan mutuamente aun siendo sueños distintos. Estos encuentros, que a veces son fortuitos, están condicionados en gran parte −según me enteré después− por la magia de Claruma.

Las ánforas eran mágicas. Nadie sabía de donde provenían, pero cuando un narduk terminaba su entrenamiento y estaba preparado, aparecían siete ánforas junto a la “estrella azul”. De la “estrella azul” se han escrito preciosos relatos, y no me creo digno de escribir sobre ella ni siquiera media palabra. Sólo diré que se encontraba en lo más profundo del reino, en el “abismo de Gorlak”. Gorlak era una almeja gigante, vivía en el fondo de una sima oscura y profunda, estrecha y misteriosa. Vivía allí desde siempre, en la oscuridad más negra de los abismos, sin embargo, como hermosísima perla, albergaba en su interior la sublime estrella. Cuando Gorlak se abría, mostraba un interior hermoso, nacarado y brillante, y entonces la pequeña “estrella azul” empezaba a radiar unos reflejos tales que los que los han visto nunca han hablado sobre ellos porque dicen que no existen palabras en el universo para describirlos.

El consejo, tras conjurar a Gorlak para que se abriera, entregaba las ánforas al narduk en un bonito ritual y aplicaban un poderoso hechizo para que las ánforas hilaran sueños con los transelementos. Después en otra ceremonia se le asignaba un soñador de por vida. Nadie solía hablar sobre las ánforas, era algo tabú, pues irremediablemente tenían que ver con la “estrella azul”, la cual aquella gente ni siquiera se atrevía a nombrar. Claruma me enseñó algunos secretos de esos hechizos.

Un día −o una noche, porque allí no se distinguían− mientras paseaba por el “cañón de Atlantis” escuché una gran explosión, y al girarme vi una gran nube de lodo, burbujas y luz a menos de una milla. La nube se expandió tanto que me envolvió, y hasta que no pasaron dos horas y se asentaron los barros, no pude ver nada. Me acerqué al lugar de la explosión, y allí encontré una cápsula casi destrozada. Era más alargada de las otras que había visto y tenía más forma de submarino. Quedé aterrado cuando vi en el suelo algo que parecían unas ánforas... ¿Serían las ánforas mágicas? Aparecieron entonces Biguemo y Claruma que me gritaban que no tocara nada. Claruma tenía una expresión de nerviosismo y preocupación en el rostro, no así Biguemo, pues una gran cabeza transparente, unos palpos y unos ojos retráctiles no le dotaban de una gran expresividad.

− ¿Es una cápsula Narduk?− Pregunté.

Nadie me contestó. Claruma encontró a alguien en la cápsula. Era una especie de pulpoide azul con varios ojos que agotado, moribundo y casi sin fuerzas logró decirle a Claruma: «mu… mu… muchas gracias… gracias, Claruma… gracias»

Claruma entonces sonrió y derramó una lágrima de plata sobre aquel narduk, el único que vi en mi estancia en el reino de los sueños. No sé por qué, pero sentí algo especial cuando me miró. Volvió a sonreír, y cerró sus ojos. Entonces yo también lloré, pero mis lagrimas se confundieron con el agua que me rodeaba. Biguemo se colocó junto a mí, y entonces grité:

− Claruma, se va a curar ¿verdad? dime que sí, Claruma, por favor.

− Eso depende de ti− me dijo −y a partir de hoy tú serás el guardián de sus ánforas.

Y bueno, lamento decir que todo se terminó. No sé ni cómo ni cuándo, ni cómo hice el viaje de regreso, solo sé que estaba en mi cama, tapado con cálidos cobertores. El sol aún no había salido. Abrí los ojos no como el que se despereza de un sueño, sino como el que ha vuelto de un largo viaje. Supe que había sido sólo un sueño, pero añoraba a mi calamaroide Biguemo, a Claruma y a aquél narduk cuyo destino nunca supe.

Cuando encendí la luz y me puse en pie… había siete ánforas rodeando mi cama, y unas letras buriladas a oro en la concha de un nautilus:

«ESTREGA ESTAS ÁNFORAS A LA ESTRELLA AZUL»


28 febrero 2007

Las Ánforas. Parte 3

Biguemo me acompañó por aquel nuevo mundo para mí. No sabéis cómo me hubiera gustado tener una trompilla luminosa como el pejesapo, para ver el fondo ya que siempre tenía que ir pegado al calamar de cristal. El terreno era muy irregular, y lo mismo se abrían profundas grietas, que se levantaban imponentes taludes. Recuerdo un paisaje muy peculiar en el que el suelo estaba formado por miles de pináculos de roca, parecidos a los cipreses que tenemos en la tierra. La luz de Biguemo no alumbraba a más de diez pies, por lo que no me convenía separarme de él y perderme en aquel tenebroso cementerio megalítico.

Supuse que tardamos unas dos horas en atravesar el paraje, que después me enteré que se llamaba “los Dientes abismales”. A menos de una legua pude ver una luz que emergía del suelo. Biguemo me explicó que aquello eran las “Fosas chispeantes”, punto de encuentro de los narduk, y uno de los nodos neurálgicos del reino.

En el lecho rocoso marino se abría una gran sima, de unas quince yardas de diámetro y unos mil pies de profundidad en cuyo fondo se divisaba una potente luz que luego descubrí que no era tan potente, simplemente era que mis ojos llevaban varias horas acostumbrados a la más completa oscuridad.

Empezamos a descender por aquella boca vertical, sin embargo, a mitad del camino, nos tuvimos que apartar en una de las cavidades que había en los laterales de la sima para dejar paso a una impresionante cápsula narduk. Era la primera vez que veía una, y su visión me dejó atónito.

Era un vehículo tipo cápsula submarina, como los DSV (Vehículos de Inmersión Profunda). De forma era como un elipsoide casi esférico, de unos quince pies en su eje mayor. Tenía dos aletas estabilizadoras laterales, y en la popa dos juegos de hélices paradas por el ascenso. Era de un material metálico, oxidado por algunas partes, lleno de remaches, y con algunos apliques artísticamente bronceados. Disponía de cuatro focos luminosos de luz blanca, y uno más potente de luz azul que movía sin parar para tener un control absoluto de su entorno. Pude contar tres escotillas, cuatro ojos de buey, y lo que podría ser el puente de mando en la proa, pues la parte delantera estaba terminada en un material cristalino, aunque no pude ver a nadie en su interior.

La cápsula se paró cuando percibió nuestra presencia. Estaba escrutándonos enfrente nuestra, a poca distancia. Nos enfocaba con su foco azul, mientras dejaba oír un grave zumbido y algo parecido a un sonar que en aquella sima, generaba unos terroríficos ecos de ultratumba. Sus focos se movían, y sólo Dios sabe qué se ocultaba detrás de la proa cristalina. No sería muy desacertado afirmar que aquello fue para mí un momento místico. Tras dos eternos minutos, la cápsula soltó una nube de burbujas con un sonido parecido al de un descompresor, y continuó ascendiendo.

Sin intercambiar palabra por la impresión, llegamos abajo. La sima se ensanchaba una centena de metros a cada lado, y en ella había numerosos artefactos encargados de dotar de luz a la estancia. Estaba sustentada con columnas, arcos de medio punto y bóvedas, y decorada con esculturas y frescos que me recordaron las ruinas del palacio de Knossos. Por allí, creedme, pululaban los seres más extraños que haya visto jamás, y la sola descripción de alguno de ellos, me llevaría varias páginas.

Biguemo me explicó que lo que habíamos visto era una cápsula narduk, y que éstos eran unos seres, de diversa forma, encargados de fabricar los sueños. Eran una sociedad muy selecta y fuertemente jerarquizada. A la cabeza había un rey −de figura claramente representativa− y un consejo permanente. Los narduk del sueño, viajaban por todos los mares en sus potentes cápsulas visitando los más extraños lugares y generando sueños para el soñador que cada uno tenía asignado.

En una esquina de la estancia había un ser que no paraba de mirarme, y en cuando Biguemo reparó en ello, me llevó hacia ella. Era como una especie de hipocampo o caballito de mar del tamaño de una persona. Tenía una piel plateada realmente hermosa, y su mirada casi mágica, le otorgaba una extraña belleza. Sin duda, debía ser alguien importante. El calamar de cristal me la presentó, se llamaba Claruma, y era una especie de sacerdotisa. Decían que había nacido en
una estrella, y nadie sabía cómo había llegado hasta los mares. No siendo narduk, se la tenían en gran estima por su inagotable sabiduría y sus poderes mágicos, que no se sabía hasta donde llegaban.

No sé por qué, pero olvidé su magnificencia, y llegó a convertirse en otra gran amiga a la que sin perderle el respeto, le tomé mucha confianza. Me enseñó cientos de secretos de aquél mundo y lugares paradisiacos. También me regaló una bolsita de luz para que no tuviera que depender de Biguemo. Contad con que algún día pondré por escrito todos estos acontecimientos que ahora narro tan de soslayo, mas no puedo perderme y debo continuar con mi relato y con el accidente.

26 febrero 2007

Las Ánforas. Parte 2

El calamar de cristal se convirtió en mi primer amigo de las profundidades. Nuestro encuentro respondió a una casuística providencial que relato a continuación:

Como dije anteriormente, me hallaba en una situación de descenso incierto en la más completa oscuridad. No vi más signos de vida o movimiento que el de las medusas y los informes pescados de trompa luminosa. Creo recordar que también dije que mi descenso lo hacía siempre en ausencia de presión, asfixia, humedad, o cualquier otra sensación que me hiciera creer que realmente estaba bajo las aguas, fuera de una ligerísima percepción de atracción gravitatoria unida a un sutil rozamiento que me recordaba que continuaba descendiendo. Hallábame pues entonces en una situación floto-estacionaria si se me permite llamarla así. No puedo precisar cuánto me mantuve en aquel estado, lo que sí que es cierto, más cierto que decir que el tocino engorda, es que toqué fondo, y no sólo toqué, sino que me enterré en él.

El impacto fue tan inesperado, que no me dolió tanto el talegazo merecedor de quebrar mis lomos, sino que mi pobre corazón amagó salirse del pecho debido al susto que llevé. Quedé así, cabeza abajo, plantado en la arena como un espárrago, porque quiso ser mi testa lo primero que encontró el fondo.

Algo me agarró de una pierna y tiró de mí con muy poca fuerza . No sé si os imagináis lo que pasaba por mi cabeza: yo, enterrado en la arena, y algo débil que no sabía lo que era, tirando de mí. Entre sus flojos tirones y mis redoblados esfuerzos, logré salir. Cuando recuperé la visión −ya que me entró arena en los ojos− vi delante de mí a un pequeño cefalópodo transparente. Bueno, no supe si sería cefalópodo o solicéfalo, puesto que no se sabía si aquellos apéndices ventosados, serían tentáculos, palpos o las narices del animal. Sí que tenía unos grandes ojos telescópicos como los de su primo gasterópodo el caracol. Dicho calamaroide presentaba también luminiscencia, pues no sé si dije que todos los animales de aquellas negras profundidades generaban algún tipo de luz. Me llamó la atención que entre su luminosa piel transparente, se dejaran ver pequeños lunares negros.

Cuál fue mi sorpresa tras hacerme cargo de la situación cuando oí que el calamar me habló tremolando sus tentáculos.

− ¡Vaya! hacía mucho tiempo que nadie se dejaba caer por aquí. ¿Te has hecho daño?... ¡Ah! y por cierto, me llamo Biguemo, y soy un calamar de cristal.

− ¿Dónde estoy?− pregunté.

− En el reino de los sueños, es ovbio− añadió retrayendo sus ojos.

Quedé aturdido, pues que aquello fuera el reino de los sueños no tenía menos sentido que estuviera bajo el mar, que no me asfixiara, y que me hallara hablando con un calamar.

− ¿Cómo he llegado hasta aquí?− le dije en mi perplejidad.

− Jajaja, no lo sé, ni tampoco sé cómo saldrás, sólo sé que de repente desaparecerás, y ya no estarás aquí.

− Ah, gracias por ayudarme a salir, sin tu ayuda no lo habría conseguido− le dije cortésmente, sabiendo que su ayuda había sido minúscula.

− De nada, de nada, para eso estamos − añadió con aires de vanidad.

− Y dime, Biguemo ¿qué es todo esto? ¿qué tengo que hacer aquí?

− Ay ay ay, querido amigo, aún te falta mucho por saber, y es mucho lo que te tengo que explicar ¿qué tal si me acompañas a las “Fosas chispeantes” y mientras te voy explicando?

Me dejé llevar por mi nuevo colega al que cogí verdadera admiración, no sólo por su cultura submarina, sino por su paciencia conmigo. Llegó a ser mi mejor amigo en las profundidades, y me explicó quiénes eran los narduk, las cápsulas, Claruma… y lo más imprtante: las ánforas.

08 febrero 2007

Las Ánforas. Parte 1

Esta noche, algo taciturno e intranquilo, decidí ayudar a mi mente a desconectarse de la dura jornada para entrar en el placentero mundo del descanso y de los sueños. Para ello, preparé con esmero una poción a base de tila, flor de azahar, melisa, raíz de valeriana, manzanilla y pasiflora. Como otras veces vertí el agua a la temperatura correcta sobre las hierbas secas y la dejé reposar el tiempo necesario para extraer todas las propiedades calmantes, sedantes y antiespasmódicas de sus aceites esenciales. Recuerdo que también eché por primera vez una flor de aquellas que se han dado en llamar “estrella de las nieves”, especie endémica que sólo se da en las más altas cumbres de Sierra Nevada. El agua se tornó poco a poco de una traslucidez ámbar que producía unos curiosos reflejos a la luz de la bombilla de la cocina, y así, tras unos momentos de expectante observación del brebaje, sereno lo engullí cual bávaro ante una pinta de cerveza. Y me acosté.

No recuerdo cómo, pero estaba bajo el mar. Sin mojarme y sin ahogarme, pero estaba bajo el mar. Podía escuchar el rumor de las corrientes y sentir el gradiente de temperaturas de las corrientes submarinas. En un principio, no había nada, sólo una inmensidad azul que me rodeaba y algunas burbujas que subían, supongo que hasta llegar a lo que debía ser la superficie, pues apenas acertaba a distinguir los restos tenues de algo que parecían rayos de sol, ya que calculo que no me encontraba a menos de cien pies de la superficie. Por debajo, había una inmensa oscuridad que gritaba un misterioso silencio, una oscuridad, que conseguiría aterrar hasta al más temible de los monstruos marinos.

Un extraño instinto me hizo descender hacia las profundidades abisales. No recuerdo mi vestimenta ni siquiera si portaba alguna, mas podíame mover por allí a mi antojo, ora arriba ora abajo. Calculo que descendí unos doscientos pies más, y sin embargo, no sentí los efectos de la presión ni experimenté barotraumatismo alguno. Tras varios minutos más de inmersión, he de confesar que perdí la orientación. En la oscuridad total, mis sentidos no eran capaces de percibir más que la ligerísima fuerza de la gravedad hacia la que bajaba como si fuera un fluido en disolución.

Lo primero que vi, fueron unas medusa más hermosas que las flores de la tierra. En sus cuerpos acuosos transparentes, escondían mágicos tentáculos finísimos de luz que cambiaban de color al ritmo de sus danzas por aquellas aguas. Parecían viajeros errantes a medio camino entre el ser vivo y el inanimado, pues aún en sus elegantes movimientos, aquello no dejaba de ser una preciosa burbuja que navegaba sin rumbo a través de las oscuras corrientes. Ver aquellos escifozoos fue para mí un deleite, y di gracias a la naturaleza por habernos regalado semejantes espectáculos de belleza.

Más tarde, y más abajo, vi unos temibles monstruos con un tentáculo bajo la boca, que parecía tener en la punta como un miembro luminiscente. Aquel ser carecía de ojos. De forma y tamaño era similar a un atún, pero su boca era enorme, la llevaba siempre abierta, la mandíbula inferior más prominente, con forma de “u” invertida, como las merluzas. Dejaba ver nueve horrorosos dientes largos y finos, dispuestos sin ningún orden y separados entre sí. Me dio la impresión de que si aquel animal cerraba la boca, se hundiría aquellos pinchos en sus sesos, si es que ese ser bizarro podía albergar algún cerebro. Sus aletas parecían estar formadas por púas unidas con membranas al igual que las alas de los murciélagos que vemos en las cuevas, y su piel, negra y brillante, asquerosa, con verrugas, tubículos y agujeros, evocó en mi memoria la palabra “basura”. Sin duda, la madre naturaleza había privado a este ser de órganos visuales para que nunca jamás pudiera contemplar su repulsiva condición de excrescencia de las profundidades. Alejéme cuanto pude de aquél bicho nauseabundo mientras él y otros colegas ciegos de su especie nadaban con sus farolillos a la busca de alimento.

Y así, podría estar describiendo todo lo que vi en aquel misterioso viaje hacia el mundo adonírico, porque aquello, aún siendo un sueño, pertenecía a otro sueño, y aún estando allí, yo no era más que un simple secundario en ese maravilloso mundo. Digamos, que era un espectador pasivo que curiosamente había entrado en una realidad onírica paralela. Y bueno, llegados a este punto, seguro que alguien se pregunta que cómo tomé yo conciencia de mi situación. Bueno, bueno, déjeseme explicar lo que aconteció cuando encontré al calamar de cristal.

19 enero 2007

Mejor ser humildes



Por si alguien ha seguido al "cazador de estrellas"
  • Sirio es la estrella más brillante visible desde la Tierra, y es de las estrellas más cercanas a nosotros. Está en la constelación del Can Mayor, y de ella se habló en Orión.
  • Póllux es la principal estrella de Géminis. De ella no se ha hablado nada... (por ahora)
  • Arturo es la cuarta estrella en brillo de la noche. Está en la constelación de Bootes o el Boyero, y de ella se habló en Le Chasseur d'Etoiles.
  • Rigel es actualmente la estrella más brillante de la constelación de Orión. Es una supergigante blanco-azulada, y su brillo es tal, que ilumina el polvo galáctico de la constelación "cabeza de caballo". Apareció en Orión.
  • Betelgeuse: es la principal estrella de Orión, ahora es menos brillante que Rigel porque ya se vio que su brillo era variable. La estrella se está agotando, y por tanto, explotará dentro de poco (en unos miles de años). Se habló en Le Chasseur d'Etoiles y en Orión.
  • Antares: otra de las más brillantes y fáciles de identificar. Está en Escorpio. (¡Vaya! todavía no hablé de ella).
  • My Cephei está en la constelación de Cefeo, y de esta constelación se habló en Le Chasseur d'Etoiles.
  • VV Cephey también pertenece a Cefeo. Es una estrella binaria, eso quiere decir que hay dos estrellas girando una alrededor de la otra cada con un periodo de 20 años. Una de ellas es la grandota, la otra es apenas diez veces nuestro Sol.

Hay otra estrella más conocida y más grande que todas estas, y supongo que no la han puesto porque es un poco rara y no se sabe bien si es estrella o un tipo de nebulosa ultra-densa. Es VY Can Mayor, y está en la constelación del mismo nombre.

Me despido con unas palabras de William Anders, tripulante del Apolo 8, la primera vez que se vio la cara oculta de la Luna, y tomó esta famosa imagen.

Resulta paradójico, pero nuestra misión consistía en estudiar la Luna, y sin embargo, creo que ha sido un mayor avance, ayudar a la humanidad a comprender el papel de la Tierra en nuestras vidas y en el universo. Te das cuenta de que la Tierra es tan insignificante como un grano de arena en la playa... pero es nuestro hogar [...] Me maravillaron sus colores y su pequeñez, sentí que debíamos unirnos con nuestros hermanos de otros países para preservar este pequeño y frágil planeta.



01 enero 2007

Orión

En estas noches de invierno, se dejan ver en el cielo tres estrellas muy brillantes a las que se les suele llamar las tres Marías o los tres Reyes Magos, aunque sus verdaderos nombre son Mintaka, Alnilam y Alnitak, y forman el cinturón de Orión, una constelación con forma de cazador empuñando una espada. Estas dos últimas son supergigantes azules que terminarán sus días como estrellas de neutrones. En el hombro de Orión, se encuentra Betelgeuse, una supergigante de primera magnitud que cambia de color en ciclos de 6 años. En la constelación de Orión se encuentra la Gran nebulosa de Orión, la nebulosa más brillante del firmamento, situada en una colorida nube de gas y polvo galáctico llamada Nube de Orión que contiene entre otras, la también famosa nebulosa de Cabeza de Caballo.

Cuentan que había un pobre pastor llamado Hirieo al que fueron a visitar, disfrazados: Zeus, Hermes y Poseidón. Era muy generoso, y sacrificó para sus desconocidos invitados el buey más hermoso de la manada. Los dioses le preguntaron qué era lo que más deseaba. Hireo, tras un suspiro, les dijo, que lo que más le hubiera gustado, es tener un hijo, pero que nunca conoció mujer, y que ahora, estaba viejo e impotente. Los dioses le dijeron que enterrara la piel del toro que había sacrificado, y que orinara sobre ella Y así, en premio a su generosidad, nueve meses después nació un niño en aquel sitio al que llamó Orión, que significa “el que orina”.

Orión fue un magnífico cazador. Se decía que era tan grande que las aguas del mar no podían cubrirlo ni aun en sus fosas más profundas. Su habilidad era tal, que fue recibido en el palacio del rey Enopión, y allí, se enamoró de su hija, la princesa Mérope, que no correspondió a su amor. Orión entonces se emborrachó y forzó a la princesa. El rey enojó y pidió venganza a Dionisos (alias Baco, dios del vino) el cuál mandó a unos sátiros para acabar de emborrachar a Orión y sumirlo en un profundo sueño, momento que aprovechó Enopión para sacarle los ojos y que nunca más pudiera ver a Mérope.

Orión, ciego y abandonado en una playa, siguió los sonidos del martillo de un cíclope, y llegó a la isla de Lemnos, donde encontró la forja de Hefesto, el dios del fuego y de la fragua, quien le cedió a Cedalión para que lo acompañara. Caminó mucho tiempo con el muchacho, por tierra y mar hasta que llegó al final de los océanos, donde vivía Eos, diosa titánide de la Aurora, que se enamoró de él, y pidió a su hermano Helios, el Sol, que le devolviera la visión. Y así fue.

Orión recuperó la vista y realizó muchas hazañas en su vida hasta que le picó un pequeño escorpión y murió. Los dioses se apiadaron de él y lo colocaron en el firmamento, junto al río Eridiano con sus con sus dos perros de caza (can mayor y can menor) y alejado del escorpión (Escorpio, en el lado opuesto del firmamento) Junto a Orión también están las Pléyades en Tauro, hermanas de Mérope, a las que también persiguió, y es que, debió ser un buen mujeriego.

Si alguien se asomó al cielo hace un par de semanas y se fijó en Orión, posiblemente tuviera la oportunidad de pedir un deseo a alguna de las estrellas fugaces que lo atravesaron, gracias a las Gemínidas, una lluvia de meteoros con la radianate en Géminis, al norte de Orión.