16 noviembre 2008

Cita en las estrellas

—Una cita en las estrellas… ¿cómo se puede prometer eso?

La noche estaba nubosa y algunas gotas minúsculas volvían a caer en los charcos que formaba el empedrado de la calle. A lo lejos se escuchaba el ruido metálico que los comerciantes hacían al bajar las persianas, y con ellos, como campana que anuncia las horas, la jornada de trabajo terminaba en la ciudad.

—¿Por qué siempre digo lo que no tengo que decir? —Se preguntaba a sí misma a la vez que desdoblaba el cuello de su chaquetón para abrigarse.

Llegó a casa en apenas veinte minutos. Hoy se había dado prisa, tanto que su madre se sorprendió, y no sabía si era por no mojarse, o por la alegría de saber que empezaban oficialmente sus diez días de vacaciones.

—¿Pero cómo has llegado hoy tan pronto? Aún no he preparado la cena. Esta vez no tienes excusa para no ayudarme —añadió con sonrisa bribona tras darle un beso.

—Es que temía mojarme, y he acelerado un poco más el paso, ya sabes que me gusta que llueva en el campo, pero no aquí… porque me mojo —dijo sacando la lengua y poniendo cara de pícara.

Su madre sonrió y añadió: —Hablando de campo, mañana tenemos que ir al pueblo porque tu padre quiere despedirse de tus tíos antes de que se vayan o no sé qué. Si quieres, te puedes quedar allí con tus primas.

La idea no le agradaba mucho. Aunque no había hecho planes, no se le había pasado por la cabeza empezar sus vacaciones en el pueblo. Ella era más de ciudad, y en esta época del año había muchas cosas que hacer en la gran urbe. Aunque bueno… bien pensado, quizás le viniera bien un cambio de aires.

Tras cenar, el apacible y obligado rato de sobremesa, y preparar las cosas para el día siguiente, se fue a la cama. Como siempre que llovía, no cerró completamente la ventana de su habitación —que era de guillotina—, sino que dejó una rajita de unos tres dedos para recrearse en uno de sus placeres secretos: escuchar la lluvia en la oscuridad, y sobre todo, disfrutar del olor a tierra mojada mientras se hundía en su cama arropada hasta las orejas. De esta manera, se relajó tanto y tanto, que se quedó dormida justo cuando la luna se asomó por un pequeño claro que se formó entre los nubarrones.

—Le he fallado —se decía a sí misma en el coche camino del pueblo, mientras dejaba escapar algún que otro suspiro.

—¿Qué te pasa? ¿Se te está haciendo largo el camino? Ya mismo llegamos —dijo su padre.

— No es nada, son sólo las curvas del camino, que me han atontado un poco —dijo ella.

Mientras tanto, su madre, la miró con ternura por el espejo retrovisor, pues todo el mundo sabe que las madres conocen lo que nos pasa antes de que se lo contemos.

El día pintaba espectacular; tras las abundantes lluvias, los prados, los olmos, y las cunetas de los caminos vestían de verde, el cielo estaba azul, azul y limpio, y corría una brisa húmeda impregnada de frescura. Con tal panorama, no paró de hacer cosas el primer día, pues ya os adelanto que decidió quedarse a dormir en casa de sus primas. Sin embargo, dejadme que os cuente lo que ocurrió por la noche.

Como siempre que iba a casa de sus tíos, se instalaba en la buhardilla, una de ésas cuyo techo artesonado sigue la forma de los faldones del tejado. La habitación era muy sencilla: el suelo era de madera y estaba cubierto en el centro por una gran alfombra de felpa. Había un armario gabanero al fondo, dos estanterías a un lado, y un baúl al otro; junto a la cama, una mesita de noche con dos cajones, y encima de ésta, un aguafuerte de la Virgen de Guadalupe. En las paredes había dos repisas con cajas de pleita, un perchero, un espejo cuadrado, y un ventanuco desde el que se podía ver el cielo estrellado. Se veían Orión, Perseo, Géminis, el Auriga, y todas las constelaciones sobre las que él le había contado tantas historias.

—En las estrellas… ¿A quién se le ocurre?...

El día había sido ajetreado, y estaba demasiado cansada para seguir dándole vueltas a lo mismo, así que se tumbó en la cama, se cubrió con dos gruesas mantas de lana, y apagó el quinqué, porque no sé si os he contado, que en algunos pueblos, aún mantienen la costumbre de alumbrarse con candiles de aceite y quinqués de petróleo cuando anochece. Tras un minuto, sólo se oía su propia respiración y el cri-cri de algún grillo en el exterior. Por cierto, recordadme que alguna vez os cuente cómo se puede calcular la temperatura a través del canto del grillo. Ni que decir tiene, que las sábanas de algodón estaban heladas, pero poco a poco, como ella, fueron entrando en calor. Mientras, el colchón de lana recién cardada se fue haciendo a su cuerpo hasta conseguir sumirla en el maravilloso mundo de los sueños.

En mitad de la noche la despertó un ruido. Era como si hubiera algo revoloteando en la habitación. No acertó a encender la lámpara, pero pudo ver algo brillar al fondo de la buhardilla, junto al armario, algo así como una luciérnaga.

—¿Una luciérnaga? ¿Aquí? —pensó mientras se restregaba los ojos.

Se levantó y se cubrió con un poncho de lana de alpaca mientras caminaba lentamente, sin encender el quinqué, hacia donde estaba la luciérnaga. Ésta detuvo su vuelo y fue a posarse junto al ventanuco. Con mucho cuidado, se acercó hasta ella, que quieta, también parecía mirarla. No era una luciérnaga, era algo así como una pequeña mariposa, no más grande que un guisante, y que parecía rodeada por una especie de polvillo brillante.

—Es la primera vez que veo algo así ¡Eres preciosa!

El cuerpo de la mariposa era diminuto. Se acercó aún más, la tenía a menos de cinco centímetros… ¡y no era una mariposa! ¡tenía un cuerpecito! ¡parecía un hada!

—¡No puede ser! —exclamó con los ojos como platos.

La mariposa asustada comenzó a revolotear y a dejar tras de sí su polvillo luminiscente. Ella la miraba como el niño que ve el mar por primera vez. No se lo podía creer. Sintió como si estuviera en un sueño, o como si se hubiera producido una grieta en el universo de la realidad… y sin embargo ¡todo aquello era real!

La mariposa-hada realizó una extraña danza en el aire, dibujando con sus partículas de luz unos trazos como los que dejan esas avionetas que dibujan con humo mensajes publicitarios en los cielos de algunas playas. Y ese mensaje decía:

"TE ESPERA"

Su corazón comenzó a palpitar más deprisa aún, y como por instinto se asomó al ventanuco. El cielo había cambiado, las constelaciones habían girado, debía ser muy tarde, y las estrellas brillaban aún más. Miró de nuevo hacia atrás, pero ya no estaba la mariposa. Las letras que dibujó con su estela de luz se deshacían y caían brillantes como la nieve del invierno. Volvió a mirar a través del ventanuco, y justo en ese momento, pasó una estrella fugaz, a la vez que por su mejilla se le deslizó una lágrima… y luego otra… y después otra.

—¡Quería quedar contigo! ¡Te prometí una cita! ¡No me he olvidado de ti! ¡Pero no puedo llegar a las estrellas!

Todo el mundo duerme y hay silencio, hasta el grillo ha dejado de cantar. La noche está cerrada. El frío viento viajero acaricia las peñas de los montes. El mundo duerme… y la magia despierta. Las mágicas estrellas danzan y tiritan en la superficie del estanque. La Luna embruja con luz plata los campos, los ríos y los caminos; y la niña que sueña, permanece asustada junto al ventanuco.

Todo a su alrededor era oscuridad: oscuridad e inmensidad. La nada. Sin embargo la envolvía un extraño sentimiento de calor y de paz. Poco a poco, comenzaron a brillar unos diminutos puntos de luz a lo lejos. Ya no tenía miedo. Unos eran azules, otros rosados, otros amarillos, y los más, blancos. Gradualmente, se fueron haciendo más y más brillantes, a la vez que aparecieron como unas neblinas de luz: verdosas, violetas y azuladas. Unas eran ovaladas, otras globulares y otras tenían forma de espiral. A su alrededor pareció formarse un universo vital de farolillos, nubes, y formas galácticas que fueron frenando su baile hasta detenerse por completo.

De repente apareció alguien tras lo que parecía un cúmulo oscuro. Iba con prisa y repitiendo:

—Si es que algún día voy a perder hasta la cabeza.

Vestía una bata blanca —o más bien amarillenta—, en el bolsillo del pecho llevaba una calculadora, y en los bolsillos laterales un cuaderno, y lo que parecía una extraña linterna. Llevaba colgados al cuello un cronómetro de manecillas y un sextante, y en su oreja izquierda portaba un lápiz bicolor. Bajo el brazo izquierdo llevaba una carpeta de pinza llena de hojas de cálculos, y en la mano derecha un maletín cilíndrico con unas asas de latón brillante.

—No lo entiendo, no lo entiendo. Se me ha vuelto a escapar —decía mientras se le caía una de las cuartillas de su carpeta.

— Dos a la cuarta… cinco, ocho y trece… ¡pero si es que tiene que ser así! — resoplaba mientras se daba la vuelta como habiendo olvidado algo.

— El reostato, el reostato… luego lo apago… ocho, trece y veintiuno… ¡no lo entiendo! —Y otra vez desapareció.

Tras unos instantes sin saber qué hacer, se acercó hasta donde estaba la cuartilla, se agachó lentamente, y la cogió con delicadeza como el que recoge un vilano de diente de león para que no se deshaga. La observó sin entender lo que aquellos números, flechas y garabatos significaban, pero esbozó una sonrisa al tiempo que pensó que todo era tal y como lo imaginaba.

De pronto apareció de nuevo, como de la nada, caminando presuroso enfrente de ella mascullando algunos pensamientos en voz alta; y cuando alzó la vista, sus miradas se encontraron.

—Toma, creo que se te ha caído esto ¿Es tuyo?

¿Qué pasó entonces? Lo que ocurrió fue una historia fantástica como nunca jamás se ha escrito, y no sé si existiría pluma en el mundo capaz de narrar lo que sucedió. Mucho me temo que si alguna vez me decidiera a hacerlo, me tomarían por loco loco, me internarían en un manicomio, y no podría volver a escribir historias para vosotros. Sólo os diré que cuando escuchéis algo revolotear por la noche en vuestra habitación, no encendáis la luz, y que si entre Orión, Perseo, Géminis y el Auriga veis una estrella fugaz, acordaos de la cita que tuvo lugar en las estrellas y cuya historia ya conocéis.

¡Nos vemos en las estrellas!



10 noviembre 2008

Madurando una idea

Después de meses sin escribir, vuelvo a las andadas. En breve espero poder publicar una historia llamada "Cita en las estrellas", y creo que esta mini-entrada, en Arpegios Thorkianos -a los que debo tanto- es el mejor camino para ir fraguándola.

Un saludo a todos y ¡hasta pronto!

23 mayo 2008

El tren. Parte 6

Cuando abrió los ojos, creyó estar en una gruta de grandes dimensiones. No lo supo muy bien porque la cabeza le daba vueltas. Intentó incorporarse para mirar en derredor, pero sus delicados miembros estaban magullados y entumecidos. La gema que llevaba en el cuello brillaba e iluminaba toda la estancia dejando ver que se encontraba en un recinto pétreo de forma circular. Tendría unos cien metros de diámetro y una altura de no menos de cinco. Adornaban el techo algunas estalactitas y restos de diaclasas. Ella estaba en un saliente, similar a una pila bautismal, y arriba, a unos tres metros por encima de ella, se abría una oscura abertura, como si fuera una chimenea, por la que caía una potente cascada, y que seguramente sería la que la había arrastrado hasta donde estaba. Después del saliente, la cascada volvía a saltar a un lago que inundaba toda la gruta.

El lago no tenía orillas ni salidas. Las paredes que lo rodeaban eran todas verticales. El agua se debía evacuar por alguna filtración o a través de alguna galería subterránea. La gema brillaba con un fulgor azul, pero las aguas del lago se veían negras, oscuras y muy profundas.

No había forma de trepar por la sima por la que había caído, y mucho menos con la corriente en contra, así que supo que estaba atrapada. Sin embargo, el sentimiento que tenía no era de tristeza sino de temor. Las aguas negras la atemorizaban a pesar de la luz cálida de la gema. Eran como un abismo misterioso que no se podía salvar.

Inesperadamente la cueva empezó a vibrar. La gruta crujió, y la roca dejó escapar un grito sordo. Del techo se desprendieron pequeños pedruscos, y las aguas del lago se estrellaban contra las paredes verticales dando una visión apocalíptica. Un gran temblor surgía del fondo de la tierra. El estruendo cada vez era mayor y parecía provenir de la parte izquierda. Un débil resplandor se dejó ver en el fondo del lago. Era como si una luz empezara a brillar en las profundidades.

Con extrañeza y temor se reclinó sobre el saliente y vio a parecer algo que cruzaba el fondo del lago a gran velocidad. Se veía muy profundo, y era como un dragón rodeado de luz. El ruido era ensordecedor. El ser aquél parecía no tener fin, y las aguas se agitaban aún más a su paso. No era un dragón… era un tren.

02 mayo 2008

El tren. Parte 5

El espesor del bosque empezaba a agobiarla. Lo que en un principio parecía un sendero, ahora era una maraña de helechos, ramaje y arbustos. Mientras tanto, allá arriba, las altas y frondosas copas de los árboles no dejaban pasar la luz del sol. Sus delicados pies descalzos estaban hinchados, y sólo el pensamiento del gran rey y la gema que llevaba en el colgante le daban fuerzas para seguir caminando.

Llegó un momento en el que la vegetación le impedía avanzar. En su antigua vida todo hubiera sido más fácil, pero ahora el bosque le cerraba el camino con espesas palmas y plantas enredaderas. Sus ánimos se empezaron a venir abajo justo cuando escuchó el rumor de un río. No le costó poco trabajo llegar hasta él, pero mereció la pena, pues éste era poco profundo y poco caudaloso, y por lo tanto, podría avanzar más rápidamente por él que por el bosque. Sintió un gran alivio cuando sus pies doloridos entraron en contacto con el agua fresca y cristalina. El lecho era arenoso y cómodo, el agua no le llegaba más arriba de las rodillas, y los obstáculos que tenía que salvar no eran más que pequeñas cascadas.

El espesor la seguía rodeando, y no distinguía en él ningún claro, ni ningún camino salvo el cauce del arroyo. Caminó así durante unas dos horas hasta que de repente, el río parecía terminar bruscamente. Una oscura sima de un metro de diámetro engullía todo el agua del río a modo de desagüe.

El cansancio hizo mella en ella, y la desesperación de no tener un camino, fue lo que terminó de derrumbarla y hacerla llorar. ¿Por qué todo parecía volverse contra ella?… En un último esfuerzo se agarró a una de las ramas de un sauce que caían hasta el río, y así poner el pie en tierra firme, con tan mala fortuna que la rama se partió.

Sintió un golpe en la cabeza, que se hundía en la sima. Sintió que tragaba agua, y después… ya no sintió nada.

23 abril 2008

El tren. Parte 4

Los pasajeros del tren eran todo mayores, muy mayores. Lo adivinó no sólo por sus vestidos antiguos y ajados, sino por sus rostros arrugados y funestos. Por sus semblantes, se diría que estos octogenarios parecían estar más cerca de la muerte que de la vida, de la noche que del sol, de la tristeza que de la alegría. Es por eso que miraban hacia el suelo como queriendo volver a la tierra de la que nacieron. Sus marcadas ojeras escondían miradas taciturnas, y ninguno de aquellos vetustos ojos abandonó su abstracción para fijarse en el joven pasajero.

Caminó con sigilo entre aquellos seres casi espectrales y se sentó en unas bancas de madera acolchadas junto a un señor que vestía uniforme militar. Por las tres estrellas de ocho puntas en su hombrera, supo que era coronel. Lucía un espléndido bigote blanco terminado en unos señoriales rizos. Sus manos eran grandes, su piel, arrugada y castigada por el sol, y su rostro, al igual que el de sus compañeros de viaje, rígido y triste. Calzaba unas botas de caña alta, uniforme azul marino, fajín celeste, galones dorados, siete condecoraciones, y un sable al cinto con un escudo engastado que el chico no supo reconocer.

Tras diez minutos de indecisión, el muchacho reunió fuerzas, y con voz entrecortada se dirigió hacia su compañero.

– Perdone, señor, ¿hacia donde lleva este tren?

El oficial seguía mirando inmutable hacia el suelo mientras el muchacho lo miraba fijamente esperando una respuesta. El tiempo discurría con lentitud. Un leve traqueteo arrullaba el tren, y la respuesta no llegaba. Así que el muchacho, decepcionado, miró hacia otro lado como si le hubiera hablado a una estatua. Minutos después, el joven se puso en pie para abandonar aquel vagón cargado de silencio, misterio y tristeza.

– Muchacho – habló el coronel con voz pesarosa sin despegar la mirada del suelo.
– ¿Señor? – al chico le brillaron los ojos.
– No sé ni cómo has entrado ni quién te ha traído, pero sal de aquí - mandó con autoridad.

El coronel estornudó varias veces y su rostro se arrugó aún más por el dolor.

– Dime, chaval, ¿de qué color es mi fajín? – y volvió a estornudar.
– Creo que celeste, señor, celeste como el cielo – contestó el muchacho con extrañeza.

El coronel entonces levantó la mirada y clavó sus ojos en el muchacho, que no pudo reprimir un grito de sobresalto.

– Ya no me acuerdo de lo que eran los colores, y pronto te pasará lo mismo si no abandonas este tren de muertos.

Los ojos del coronel eran uniformemente grises y sin brillo, como si fueran de piedra caliza. No se adivinaba pupila ni iris, y la impresión que daban, era verdaderamente escalofriante.

Una señora levantó su cabeza envuelta en un pañuelo negro, y el muchacho descubrió que también tenía los ojos grises... todos tenían los ojos grises... grises y de piedra.

Asió con fuerza su morral, y lleno de temor, empezó a caminar de espaldas, buscando con el brazo la puerta del vagón, mientras los pasajeros le iban dirigiendo sus dantescas miradas. Cuando llegó a la portezuela se giró rápidamente intentando accionar el pomo que tantos problemas le había dado antes. Justo entonces sintió que alguien le cogía del hombro.