29 agosto 2007

El tren. Parte 1

Cuentan que una vez salió un tren muy temprano, antes aún de que el sol despertara a la ciudad dormida y castigada por una dura posguerra. La estación, quemada por el último incendio de los milicianos, daba cobijo a las pobres almas que sólo conservaban el hambre, la tristeza, unos harapos y con suerte, un mendrugo de pan.

Todos los lunes, una nube de humo gris en movimiento atravesaba a lo lejos la pradera del Ronquío para internarse en el túnel del tuerto, una cueva natural que quién sabe qué picapedreros transformaron en túnel ferroviario. Antes de adentrarse en él, el tren lanzaba su silbido de vapor para perderse en la cueva y desaparecer de la faz de la tierra hasta el lunes siguiente.

La vía era vieja; multitud de matojos, yerbajos y maleza cubrían los raíles y las traviesas, que desde hacía muchos años, habían quedado ocultos. Era por tanto, el único tren que pasaba por ahí, pues los carriles habían quedado inservibles para el nuevo ancho de ejes que debían tener las locomotoras según el decreto del ministerio que obligó a sustituir la recién nacida red ferroviaria en un intento de modernizar las obsoletas infraestructuras.

Los chicos llamaban a aquel tren, el tren de los muertos, porque nadie sabía su origen ni su destino. Nunca entraba en el pueblo, y tampoco nunca cesó su ruta aún en los días más intensos de bombardeos. Sólo algunas mentes inquietas y observadoras se preocupaban por aquel rastro de humo que aparecía los lunes en el horizonte, pero el clima de temor, el terreno minado, y las penurias y necesidades de la época convertían aquel misterio en un asunto de segundo plano.

Nunca entró en la ciudad, y de él sólo se sabía que era de vapor, por el sonido quizás de seis pistones; por la forma de la humareda, que se impulsaba con antracita; tenía quince vagones, y un farolillo rojo al final.

Un chico, de no más de doce años, rostro pálido, ojos vivarachos, cuerpo flaco, pelo negro, chaleco y polainas de pana, zurrón de borreguillo y gorra montera de paño, se subía todos los lunes a la misma hora a lo que quedaba del campanario de la iglesia para ver allá a lo lejos, entre las montañsa nevadas, el tren de los muertos.

Aquel día, sin embargo, el tren con paso lento y seguro, entró en la estación. Eran altas horas de la madrugada. El techo de la Terminal crujió y tembló a la entrada del ferrocarril. Los pobres desheredados se despertaron como zombis envueltos en sus toscas mantas de estraza. Un farol de carburo en la locomotora era lo único que iluminaba el lugar. Sus válvulas exhalaban arrítmicamente un denso vapor que en aquel ambiente invernal, creó una atmósfera realmente sobrecogedora. Hacía muchos años que no entraba ningún tren en la estación, y éste lo había hecho como un fantasma.


26 agosto 2007

El Ginkgo. Parte 2

Comenzó después el canto de los árboles. Un viento impetuoso que atravesaba los troncos huecos producía una resonancia ronca parecida a la del didgeridoo. Las corrientes rápidas de las alturas doblaban allá en lo alto las ramas más finas de las hayas arrancándoles un canto de infinitas voces que parecía gobernado por la gema de Kayjaa.

Dormida durante mil años en las raíces del ginkgo, la gema se había despertado cuando aquél mundo comenzaba a extinguirse. Como una plaga artificial, los eucaliptos, pinos y quejigos plantados por el hombre iban ganando terreno en los montes; grises torres eléctricas se alzaban casi más altas que las secuoyas. Las pistas y los cortafuegos estaban mutilando la creación que la madre naturaleza había esculpido muchos milenios atrás. La armonía del bosque correspondía a la joya, y no a las manos del hombre, y era por eso que los árboles nuevos no cantaban como los demás, y que sus raíces eran incapaces de beber de aquellos rayos azules… y es que aquellos árboles eran distintos a los otros. Había algo que sólo ella podía ver… la magia.

Agitó entonces sus pequeñas alas, y la pequeña hada se posó delicadamente junto a la raíz del ginkgo, en una pequeña flor no mucho más grande que ella. Su mundo estaba muriendo, y por su pequeñita cara rodaron dos diminutas lágrimas de plata mientras miraba al señor del bosque, que como buen monarca, aún se atrevía a iniciar el ritual de Kayjaa.

Como todos saben, las hadas pueden vivir cientos de años, conservando esa ingenuidad, bondad e inocencia que sólo tienen los niños. Cuando uno ve sus ojillos traviesos, nadie como nosotros alcanza a imaginar la cantidad de aventuras, experiencias, consejos y sabiduría que son capaces de ofrecernos. Nadie se imagina cuántas batidas han dado sus frágiles alas, cuánto polvo de hada han esparcido, ni cuántos corazones han alegrado. Sin embargo, esta vez, se había dado cuenta de que su mundo se apagaba sin solución, y por eso ahora estaba triste.

De repente, un crujir bronco sonó encima suya. El ginkgo parecía moverse. Ella lo miró atenta. El canto de los árboles no había cesado. El gran monarca pareció doblarse hacia el hada, y con una voz grave y regia le dijo:

−Joven hada de los bosques, la gema tiene una importante misión para ti.

Tras unos instantes de vacilación, a la vez que se secaba las lágrimas, respondió: −¿Para mí?− con asombro y temor.

−Nuestro mundo agoniza, la magia está desapareciendo poco a poco… eres el último hada del bosque, y este será ya mi último ritual como rey. Mis fuerzas están menguando y no podré proteger a la joya por mucho tiempo más− dijo con un hablar que ya casi ni se entendía.

−Pero dime, oh rey ¿qué puedo hacer yo? la más pequeña de las hadas ¿si con la magia también me iré yo?− dijo mientras otra vez se le resbalaban dos lágrimas.

El ginkgo lanzó un suspiro atronador que resonó en todo el bosque. La gema de Kayjaa brilló entonces aún más, y el hada sintió cómo emanaba de ella una luz blanca, como un resplandor cegador. Con sus manillas tapó sus ojos a la vez que comenzó a sentir calor en todo su cuerpo. Un torbellino de miles de partículas brillantes pareció envolverla. Sintió que sus alas no le respondían y que la fuerza de la gravedad la atraía hacia la tierra con más fuerza. El cielo ennegreció, y un relámpago deslumbrador cruzó el cielo de oriente a occidente seguido de un ensordecedor trueno que hizo estremecer a todo el bosque y trajo la lluvia consigo. El monarca parecía respirar torpemente, mientras sonidos ininteligibles salían de lo que parecía su boca. El viento soplaba con mucha fuerza. Los árboles estaban doblados… −No... no... dejes... que... muramos...− fueron las últimas palabras del soberano ginkgo. Entonces el hada cayó en un profundo sueño.


* * *


Cuando despertó, un hipnotizador olor a tierra mojada bañó aquella atmósfera mágica. El sol había salido y un arco iris se dibujaba en el cielo inmaculado. Por el viejo cauce fluía ahora un arroyo fruto de las últimas aguas. En un remanso, el hada se observó y se vio convertida en una hermosa muchacha de cabellos de oro. Al volverse vio el ginkgo, y a sus pies, manchada por el barro, una piedra azul, no más grande que una almendra. Volvió tras sus pasos y se miró otra vez en el remanso del río. Sus ojos tenían el mismo brillo travieso que antes y desprendían bondad, cariño y magia. Ya no tenía alas, pero sabía que de alguna manera podría volver a repartir su polvo de hada.

Cogió la piedra, y con ella trazó en el tronco del ginkgo un extraño símbolo. Después lo miró y le dijo con reverencia −duerme, oh rey, que no dejaré que nunca muráis−.

Y así con la joya se puso en camino.

Tras varios días de caminar encontró un poblado... pero esto, forma ya parte de otra historia que bien debe ser contada en otra ocasión.