11 noviembre 2006

Wendy. Parte 03

Algún tiempo después, ya en los meses de calor, Germán se fue a la sierra a llevar el ganado. Normalmente, solía venir al cortijo cada cinco días. La familia de D. José lo esperaba, porque una oveja preñada, que se quedó en el corral, tenía dificultades para parir, por lo visto, la cría venía de mala postura. Los veterinarios saben hacer esto muy bien, introducen la mano en el interior del animal, y una vez desenrollado el cordón umbilical, localizan el corvejón –el tobillo– y colocan la cabeza y las extremidades en posición correcta para tirar de ellas con una cuerda limpia y ayudar a salir a la cría. Germán había aprendido bien esta técnica a lo largo de sus 34 años cuidando ovejas y cabras. A los ocho días apareció con el rebaño –que debía haberse quedado en la sierra–. Parece ser que estuvo hablando un buen rato con D. José, y después, se acercó a Conchita a decirle: “He bajao pa regalarte el corderillo blanco que te prometí”.

Ayudó a dar a luz a la oveja primípara, y efectivamente, nació un hermoso corderillo blanco. Conchita saltaba de alegría. Poco después, cogió su cayado, y subió solo, otra vez a la sierra, como si no hubiera pasado nada. Y nadie lo volvió a ver más.


* * *


Toda esta historia me la contó Conchita en el salón de su cortijo, una casa muy humilde en medio de olivares llena de historia y de vida. Hoy tiene 88 años y recorren su rostro centenares de sabias arrugas. Su pelo níveo estaba recogido en un moño con un prendedor con forma de mariposa que le habría regalado alguno de sus 25 nietos. Cuando vi sus labios arrugados, pensé en todas las historias que Conchita les habría contado a sus semejantes, quizás la primera, fue la que le leyó a Germán, aunque su voz, ahora, sonaba más apagada. En sus ancianas manos quedaba una alianza de matrimonio de cuya historia creo que se podrían haber escrito miles y miles de libros. Sus delgadas piernecillas, casi no la dejaban andar como antaño, y sus ojos… sus ojillos eran marrones, pequeños y llenos de vida. Recuerdo que cuando me miraba, veía a aquella Conchita con 14 años, leyendo cuentos, corriendo, y jugando con su corderillo blanco. Esos ojos sólo se cerraban para soñar, y ahora, parecía guardar un secreto tan grande, que no se podía comparar con toda la sabiduría que encierran las ciencias modernas del hombre.

Me dijo que aún conservaba el libro de su hermana Remedios, envuelto en la fina tela de tafetán. No os podéis hacer una idea de la urgente necesidad que tuve de ver y tocar el libro que había sido manantial de una de las historias más bonitas que había conocido. Sentí la necesidad de tenerlo entre mis manos, de contemplar sus tapas de piel y sus letras doradas. De pasar sus vetustas páginas quizás gastadas ya, de oler el grato aroma del papel antiguo mientras cerraba los ojos y me transportaba a aquél sótano de hace 75 años, y ver a D. José, a Remedios, a Conchita… y a Germán. Desgraciadamente, se lo había regalado a una nieta suya de 18 años, tan soñadora como lo fue ella, y que vivía en la capital.

Por supuesto, que en aquella agradable conversación con mi nueva amiga Conchita, le pregunté si sabía de qué habían estado hablando D. José y Germán, y aquí me contó lo más interesante.

Mira, Germán era un hombre bueno, muy bueno. Noble, trabajador y correcto. No era cotilla, no hablaba de los demás, ni de sí mismo porque era muy resrvado, y precisamente por eso, mi padre se extrañó tanto de lo que le dijo, y más aún, de lo que después pasó. Decía que Germán se tenía que haber vuelto loco, porque no le encontró explicación a sus palabras, pero no había ninguna razón para su locura porque era muy sencillo, llevaba muchos años trabajando con nosotros, y vivía feliz con su trabajo.

Mi padre nos lo contó diez años después, y esto fue lo que le dijo:

05 noviembre 2006

Wendy. Parte 02

Corrían los años 30. Germán era el pastor de varios rebaños de ovejas en una cortijada. Vivía junto a la casa de D. José y su familia, en un pequeño cobertizo de piedra enlucida, bien construido, que contaba con dos habitaciones. El dormitorio tenía una cama con un colchón de borra y una gruesa manta parda, suelo de arcilla, un ventanuco, un baúl de peral con cantos de hojalata, una jofaina y un harapo a modo de toalla, una silla de anea y una mesa camilla con sayas de lana cruda, mientras que la cocina estaba compuesta por un hornillo de carbón, una chimenea, una encimera de basalto, dos tachos de latón, y un repostero de álamo con varios utensilios de cocina.

La naturaleza no lo había dotado de una gran inteligencia, ni de un atractivo físico, sin embargo, sus ojos negros pequeños y brillantes destilaban bondad, humildad y sencillez. Debido a una giardiasis que contrajo en su infancia, era alérgico a la lactosa y sufría de un severo déficit de calcio, por lo que además de su baja estatura, tenía una pequeña cojera, la espalda doblada hacia delante, y pocos dientes en su haber. La piel tostada por el sol mostraba la aspereza del que ha trabajado en el campo desde pequeño. Tenía el pelo cano, pelado a cepillo, las cejas negras y pobladas, frente pequeña, nariz grande, orejas coloradas, hombros estrechos, manos callosas, y pies grandes y planos. De carácter era reservado, sonriente, algo simple e inocentón, pero su faz parecía tener siempre un ademán de condescendencia hacia todos los que le rodeaban, se le podría aplicar el dicho de que “de bueno, era tonto”. La gente del pueblo comentaba que si a alguien se le tenía que aparecer la Virgen, sería a Germán, en alusión a las recientes apariciones en Fátima a tres pastorcillos. A sus cincuenta años, permanecía soltero, no se le conocía familia y nunca se le vio haciendo ningún mal a nadie. Germán era para su trabajo, y – como él decía – para sus amos.

Acostumbraba a pastorear por la zona durante los periodos que fijaban los arrendadores, que solían ser de ocho o nueve meses, y fuera de este plazo, en los meses de calor, subía con el ganado a buscar los pastos de la sierra, en una travesía que con las ovejas, solía durar dos jornadas. Una vez allí, pernoctaba en las cuevas, al raso o en la cuadra de algún cortijo cercano. De vez en cuando, dejaba a las ovejas en la sierra, y bajaba al cortijo para cuidar a las que se habían quedado preñadas en el corral, a por comida, o a tratar algún asunto sobre la paja o la avena.

La crisis económica del 29, el fin desastroso de la dictadura de Primo de Rivera, y el golpe de estado de los republicanos en 1931, hicieron que hubiera varias revueltas en la zona. Ante el descontrol político y policial, un grupo de hambrientos, se dedicó al pillaje nocturno en las fincas del exterior. Se corrió el rumor de que una noche, los bandoleros iban a entrar en la cortijada, así que sus habitantes se tuvieron que esconder en los sótanos de la casa de D. José. Era el mes de abril, y afortunadamente, podrían dormir sin braseros. Prepararon unos improvisados colchones con paja y sacos, y así se dispusieron a pasar la noche. Entre todos, eran unas veinte personas, porque el guarda, que también se escondió en el sótano, tenía 7 hijos, como D. José, y además estaban: Germán, dos muleros y el aparcero.

Ya entrada la medianoche, la tensión se palpaba en el ambiente, y algunos niños, conscientes de la situación, comenzaron a llorar. Remedios, encendió el candil y sacó de una capacha, envuelto en tela de tafetán, un hermoso libro con pastas de cuero y unas grandes letras doradas en la portada que le había regalado su último pretendiente, un escritor inglés que acabó aporreado a causa de los celos de Josico, un rival picapedrero de las minas de granito, que iba también a la conquista del corazón de la mocita. Remedios tenía 16 años, era la mayor de las hijas de D. José. Zalamera y trabajadora, ayudaba a su madre en la casa y en el cuidado de sus hermanos pequeños. Sin mediar palabra, comenzó a leer. Pronto, su voz dulce y ligeramente quebrada, cautivó a todos los del sótano, de manera que los niños callaron, los rudos muleros escuchaban embobados, y en una esquina, los ojillos negros de Germán brillaban como estrellas a la llama del candil.

El libro se llamaba: “Las aventuras de Peter Pan y Wendy” y era una adaptación de la obra de teatro de J. M. Barrie hecha por el mismo autor.

La estancia en el sótano se prolongó durante cinco noches más, hasta que los ladrones fueron identificados y detenidos. Dicen que Germán estaba deseando que se pusiera el sol para que Remedios siguiera leyendo aquel libro, pero en cinco días, no dio tiempo ni de llegar a la mitad, así que éste, le pidió a Conchita que le leyera un poco todas las tardes después de encerrar el ganado, porque no sabía leer. Conchita era hermana de Remedios, tenía 14 años, y leía bastante bien para su edad. Germán le prometió a cambio, regalarle el primer corderillo blanco que naciera.