03 diciembre 2012

Un té a las cuatro y diez (parte 3)

Entre las pocas virtudes que tengo –si es que se puede llamar virtud– se encuentra la imperturbabilidad ante estos acontecimientos. Mi confianza en la pericia del capitán suele estar por encima de los temores que pueda estar padeciendo como pasajero.

Así las cosas me dirigí al camarote sin despedirme de aquel tipo. Para acceder desde la cubierta del Föstudagu, había que subir unas pequeñas escaleras metálicas que daban acceso al casillaje. Tras un estrecho compartimento se accedía a un pequeño distribuidor del que salían dos pasillos con camarotes, unas escaleras que conducía a la segunda cubierta, y otras que bajaban al sollado y a las bodegas.

Desde el ojo de buey de mi camarote –que afortunadamente daba a proa–  pude observar cómo nos acercábamos al estrecho de Sundini. Las aguas se tornaron más oscuras debido a la corriente. Una niebla fría comenzó a envolvernos, y cuando quise darme cuenta, vi que nos flanqueaban unos enormes y abruptos acantilados. A estribor dejábamos unos poco amigables peñascos, los famosos Rising og Kellingin (El gigante y la bruja) de cuya leyenda escribiré en otra ocasión.

Oí entonces unos golpes metálicos en la puerta de mi camarote. Era aquel erudito que conocí en cubierta y cuya interesante conversación interrumpió la megafonía del barco.

– Disculpe que le moleste. Se le ha caído su cuaderno cuando se dirigía hacia aquí.
– ¡Caramba! No me había dado cuenta, muchas gracias –le dije–. Si lo hubiera perdido, se hubieran perdido también la mayor parte de las experiencias que he vivido en este viaje.
– ¿Un cuaderno de viajes?
– Sí, es una extraña afición que heredé de mi tío.
– ¿Lleva su cuaderno a todos sus viajes?
– Sí… aunque bueno, mejor dicho, suelo usar un cuaderno para cada viaje.
– Disculpe mi curiosidad, pero no he podido evitar fijarme en que está forrado con moleskin.
– Así es.
– Debe ser difícil encontrar esos cuadernos.
– Hasta donde sé, creo que es imposible. Tuve la suerte de heredar de mi tío un montón de ellos sin usar.
– ¿Era coleccionista?
– No, viajero… más bien explorador ¡Y muy aficionado a los cuadernos de viajes!
 Y añadí con un aire jocoso:
– No sólo se hereda el dinero, también las aficiones… y a veces, también las manías ¡y no sabe cuántas manías puede tener un tío escocés!
Algo cambió en su mirada y con un gesto afectado me dijo
– No querría ser impertinente, pero ¿qué nombre tenía ese escocés con tan aventurada afición?
Dudé un instante en mi respuesta, pero no quise ser descortés. Shelds, Arthur Shelds.
– Sir Arthur Shelds de Braistinlane, Laird.
– ¡Braistinlane! –pensé– ¿Cómo puede saber lo de Braistinlane? Debió adivinar mi sorpresa porque añadió:
– Mi querido amigo ¿le apetece una taza de té?

Eran las 16:10

(continuará...)