23 abril 2008

El tren. Parte 4

Los pasajeros del tren eran todo mayores, muy mayores. Lo adivinó no sólo por sus vestidos antiguos y ajados, sino por sus rostros arrugados y funestos. Por sus semblantes, se diría que estos octogenarios parecían estar más cerca de la muerte que de la vida, de la noche que del sol, de la tristeza que de la alegría. Es por eso que miraban hacia el suelo como queriendo volver a la tierra de la que nacieron. Sus marcadas ojeras escondían miradas taciturnas, y ninguno de aquellos vetustos ojos abandonó su abstracción para fijarse en el joven pasajero.

Caminó con sigilo entre aquellos seres casi espectrales y se sentó en unas bancas de madera acolchadas junto a un señor que vestía uniforme militar. Por las tres estrellas de ocho puntas en su hombrera, supo que era coronel. Lucía un espléndido bigote blanco terminado en unos señoriales rizos. Sus manos eran grandes, su piel, arrugada y castigada por el sol, y su rostro, al igual que el de sus compañeros de viaje, rígido y triste. Calzaba unas botas de caña alta, uniforme azul marino, fajín celeste, galones dorados, siete condecoraciones, y un sable al cinto con un escudo engastado que el chico no supo reconocer.

Tras diez minutos de indecisión, el muchacho reunió fuerzas, y con voz entrecortada se dirigió hacia su compañero.

– Perdone, señor, ¿hacia donde lleva este tren?

El oficial seguía mirando inmutable hacia el suelo mientras el muchacho lo miraba fijamente esperando una respuesta. El tiempo discurría con lentitud. Un leve traqueteo arrullaba el tren, y la respuesta no llegaba. Así que el muchacho, decepcionado, miró hacia otro lado como si le hubiera hablado a una estatua. Minutos después, el joven se puso en pie para abandonar aquel vagón cargado de silencio, misterio y tristeza.

– Muchacho – habló el coronel con voz pesarosa sin despegar la mirada del suelo.
– ¿Señor? – al chico le brillaron los ojos.
– No sé ni cómo has entrado ni quién te ha traído, pero sal de aquí - mandó con autoridad.

El coronel estornudó varias veces y su rostro se arrugó aún más por el dolor.

– Dime, chaval, ¿de qué color es mi fajín? – y volvió a estornudar.
– Creo que celeste, señor, celeste como el cielo – contestó el muchacho con extrañeza.

El coronel entonces levantó la mirada y clavó sus ojos en el muchacho, que no pudo reprimir un grito de sobresalto.

– Ya no me acuerdo de lo que eran los colores, y pronto te pasará lo mismo si no abandonas este tren de muertos.

Los ojos del coronel eran uniformemente grises y sin brillo, como si fueran de piedra caliza. No se adivinaba pupila ni iris, y la impresión que daban, era verdaderamente escalofriante.

Una señora levantó su cabeza envuelta en un pañuelo negro, y el muchacho descubrió que también tenía los ojos grises... todos tenían los ojos grises... grises y de piedra.

Asió con fuerza su morral, y lleno de temor, empezó a caminar de espaldas, buscando con el brazo la puerta del vagón, mientras los pasajeros le iban dirigiendo sus dantescas miradas. Cuando llegó a la portezuela se giró rápidamente intentando accionar el pomo que tantos problemas le había dado antes. Justo entonces sintió que alguien le cogía del hombro.