28 febrero 2007

Las Ánforas. Parte 3

Biguemo me acompañó por aquel nuevo mundo para mí. No sabéis cómo me hubiera gustado tener una trompilla luminosa como el pejesapo, para ver el fondo ya que siempre tenía que ir pegado al calamar de cristal. El terreno era muy irregular, y lo mismo se abrían profundas grietas, que se levantaban imponentes taludes. Recuerdo un paisaje muy peculiar en el que el suelo estaba formado por miles de pináculos de roca, parecidos a los cipreses que tenemos en la tierra. La luz de Biguemo no alumbraba a más de diez pies, por lo que no me convenía separarme de él y perderme en aquel tenebroso cementerio megalítico.

Supuse que tardamos unas dos horas en atravesar el paraje, que después me enteré que se llamaba “los Dientes abismales”. A menos de una legua pude ver una luz que emergía del suelo. Biguemo me explicó que aquello eran las “Fosas chispeantes”, punto de encuentro de los narduk, y uno de los nodos neurálgicos del reino.

En el lecho rocoso marino se abría una gran sima, de unas quince yardas de diámetro y unos mil pies de profundidad en cuyo fondo se divisaba una potente luz que luego descubrí que no era tan potente, simplemente era que mis ojos llevaban varias horas acostumbrados a la más completa oscuridad.

Empezamos a descender por aquella boca vertical, sin embargo, a mitad del camino, nos tuvimos que apartar en una de las cavidades que había en los laterales de la sima para dejar paso a una impresionante cápsula narduk. Era la primera vez que veía una, y su visión me dejó atónito.

Era un vehículo tipo cápsula submarina, como los DSV (Vehículos de Inmersión Profunda). De forma era como un elipsoide casi esférico, de unos quince pies en su eje mayor. Tenía dos aletas estabilizadoras laterales, y en la popa dos juegos de hélices paradas por el ascenso. Era de un material metálico, oxidado por algunas partes, lleno de remaches, y con algunos apliques artísticamente bronceados. Disponía de cuatro focos luminosos de luz blanca, y uno más potente de luz azul que movía sin parar para tener un control absoluto de su entorno. Pude contar tres escotillas, cuatro ojos de buey, y lo que podría ser el puente de mando en la proa, pues la parte delantera estaba terminada en un material cristalino, aunque no pude ver a nadie en su interior.

La cápsula se paró cuando percibió nuestra presencia. Estaba escrutándonos enfrente nuestra, a poca distancia. Nos enfocaba con su foco azul, mientras dejaba oír un grave zumbido y algo parecido a un sonar que en aquella sima, generaba unos terroríficos ecos de ultratumba. Sus focos se movían, y sólo Dios sabe qué se ocultaba detrás de la proa cristalina. No sería muy desacertado afirmar que aquello fue para mí un momento místico. Tras dos eternos minutos, la cápsula soltó una nube de burbujas con un sonido parecido al de un descompresor, y continuó ascendiendo.

Sin intercambiar palabra por la impresión, llegamos abajo. La sima se ensanchaba una centena de metros a cada lado, y en ella había numerosos artefactos encargados de dotar de luz a la estancia. Estaba sustentada con columnas, arcos de medio punto y bóvedas, y decorada con esculturas y frescos que me recordaron las ruinas del palacio de Knossos. Por allí, creedme, pululaban los seres más extraños que haya visto jamás, y la sola descripción de alguno de ellos, me llevaría varias páginas.

Biguemo me explicó que lo que habíamos visto era una cápsula narduk, y que éstos eran unos seres, de diversa forma, encargados de fabricar los sueños. Eran una sociedad muy selecta y fuertemente jerarquizada. A la cabeza había un rey −de figura claramente representativa− y un consejo permanente. Los narduk del sueño, viajaban por todos los mares en sus potentes cápsulas visitando los más extraños lugares y generando sueños para el soñador que cada uno tenía asignado.

En una esquina de la estancia había un ser que no paraba de mirarme, y en cuando Biguemo reparó en ello, me llevó hacia ella. Era como una especie de hipocampo o caballito de mar del tamaño de una persona. Tenía una piel plateada realmente hermosa, y su mirada casi mágica, le otorgaba una extraña belleza. Sin duda, debía ser alguien importante. El calamar de cristal me la presentó, se llamaba Claruma, y era una especie de sacerdotisa. Decían que había nacido en
una estrella, y nadie sabía cómo había llegado hasta los mares. No siendo narduk, se la tenían en gran estima por su inagotable sabiduría y sus poderes mágicos, que no se sabía hasta donde llegaban.

No sé por qué, pero olvidé su magnificencia, y llegó a convertirse en otra gran amiga a la que sin perderle el respeto, le tomé mucha confianza. Me enseñó cientos de secretos de aquél mundo y lugares paradisiacos. También me regaló una bolsita de luz para que no tuviera que depender de Biguemo. Contad con que algún día pondré por escrito todos estos acontecimientos que ahora narro tan de soslayo, mas no puedo perderme y debo continuar con mi relato y con el accidente.

26 febrero 2007

Las Ánforas. Parte 2

El calamar de cristal se convirtió en mi primer amigo de las profundidades. Nuestro encuentro respondió a una casuística providencial que relato a continuación:

Como dije anteriormente, me hallaba en una situación de descenso incierto en la más completa oscuridad. No vi más signos de vida o movimiento que el de las medusas y los informes pescados de trompa luminosa. Creo recordar que también dije que mi descenso lo hacía siempre en ausencia de presión, asfixia, humedad, o cualquier otra sensación que me hiciera creer que realmente estaba bajo las aguas, fuera de una ligerísima percepción de atracción gravitatoria unida a un sutil rozamiento que me recordaba que continuaba descendiendo. Hallábame pues entonces en una situación floto-estacionaria si se me permite llamarla así. No puedo precisar cuánto me mantuve en aquel estado, lo que sí que es cierto, más cierto que decir que el tocino engorda, es que toqué fondo, y no sólo toqué, sino que me enterré en él.

El impacto fue tan inesperado, que no me dolió tanto el talegazo merecedor de quebrar mis lomos, sino que mi pobre corazón amagó salirse del pecho debido al susto que llevé. Quedé así, cabeza abajo, plantado en la arena como un espárrago, porque quiso ser mi testa lo primero que encontró el fondo.

Algo me agarró de una pierna y tiró de mí con muy poca fuerza . No sé si os imagináis lo que pasaba por mi cabeza: yo, enterrado en la arena, y algo débil que no sabía lo que era, tirando de mí. Entre sus flojos tirones y mis redoblados esfuerzos, logré salir. Cuando recuperé la visión −ya que me entró arena en los ojos− vi delante de mí a un pequeño cefalópodo transparente. Bueno, no supe si sería cefalópodo o solicéfalo, puesto que no se sabía si aquellos apéndices ventosados, serían tentáculos, palpos o las narices del animal. Sí que tenía unos grandes ojos telescópicos como los de su primo gasterópodo el caracol. Dicho calamaroide presentaba también luminiscencia, pues no sé si dije que todos los animales de aquellas negras profundidades generaban algún tipo de luz. Me llamó la atención que entre su luminosa piel transparente, se dejaran ver pequeños lunares negros.

Cuál fue mi sorpresa tras hacerme cargo de la situación cuando oí que el calamar me habló tremolando sus tentáculos.

− ¡Vaya! hacía mucho tiempo que nadie se dejaba caer por aquí. ¿Te has hecho daño?... ¡Ah! y por cierto, me llamo Biguemo, y soy un calamar de cristal.

− ¿Dónde estoy?− pregunté.

− En el reino de los sueños, es ovbio− añadió retrayendo sus ojos.

Quedé aturdido, pues que aquello fuera el reino de los sueños no tenía menos sentido que estuviera bajo el mar, que no me asfixiara, y que me hallara hablando con un calamar.

− ¿Cómo he llegado hasta aquí?− le dije en mi perplejidad.

− Jajaja, no lo sé, ni tampoco sé cómo saldrás, sólo sé que de repente desaparecerás, y ya no estarás aquí.

− Ah, gracias por ayudarme a salir, sin tu ayuda no lo habría conseguido− le dije cortésmente, sabiendo que su ayuda había sido minúscula.

− De nada, de nada, para eso estamos − añadió con aires de vanidad.

− Y dime, Biguemo ¿qué es todo esto? ¿qué tengo que hacer aquí?

− Ay ay ay, querido amigo, aún te falta mucho por saber, y es mucho lo que te tengo que explicar ¿qué tal si me acompañas a las “Fosas chispeantes” y mientras te voy explicando?

Me dejé llevar por mi nuevo colega al que cogí verdadera admiración, no sólo por su cultura submarina, sino por su paciencia conmigo. Llegó a ser mi mejor amigo en las profundidades, y me explicó quiénes eran los narduk, las cápsulas, Claruma… y lo más imprtante: las ánforas.

08 febrero 2007

Las Ánforas. Parte 1

Esta noche, algo taciturno e intranquilo, decidí ayudar a mi mente a desconectarse de la dura jornada para entrar en el placentero mundo del descanso y de los sueños. Para ello, preparé con esmero una poción a base de tila, flor de azahar, melisa, raíz de valeriana, manzanilla y pasiflora. Como otras veces vertí el agua a la temperatura correcta sobre las hierbas secas y la dejé reposar el tiempo necesario para extraer todas las propiedades calmantes, sedantes y antiespasmódicas de sus aceites esenciales. Recuerdo que también eché por primera vez una flor de aquellas que se han dado en llamar “estrella de las nieves”, especie endémica que sólo se da en las más altas cumbres de Sierra Nevada. El agua se tornó poco a poco de una traslucidez ámbar que producía unos curiosos reflejos a la luz de la bombilla de la cocina, y así, tras unos momentos de expectante observación del brebaje, sereno lo engullí cual bávaro ante una pinta de cerveza. Y me acosté.

No recuerdo cómo, pero estaba bajo el mar. Sin mojarme y sin ahogarme, pero estaba bajo el mar. Podía escuchar el rumor de las corrientes y sentir el gradiente de temperaturas de las corrientes submarinas. En un principio, no había nada, sólo una inmensidad azul que me rodeaba y algunas burbujas que subían, supongo que hasta llegar a lo que debía ser la superficie, pues apenas acertaba a distinguir los restos tenues de algo que parecían rayos de sol, ya que calculo que no me encontraba a menos de cien pies de la superficie. Por debajo, había una inmensa oscuridad que gritaba un misterioso silencio, una oscuridad, que conseguiría aterrar hasta al más temible de los monstruos marinos.

Un extraño instinto me hizo descender hacia las profundidades abisales. No recuerdo mi vestimenta ni siquiera si portaba alguna, mas podíame mover por allí a mi antojo, ora arriba ora abajo. Calculo que descendí unos doscientos pies más, y sin embargo, no sentí los efectos de la presión ni experimenté barotraumatismo alguno. Tras varios minutos más de inmersión, he de confesar que perdí la orientación. En la oscuridad total, mis sentidos no eran capaces de percibir más que la ligerísima fuerza de la gravedad hacia la que bajaba como si fuera un fluido en disolución.

Lo primero que vi, fueron unas medusa más hermosas que las flores de la tierra. En sus cuerpos acuosos transparentes, escondían mágicos tentáculos finísimos de luz que cambiaban de color al ritmo de sus danzas por aquellas aguas. Parecían viajeros errantes a medio camino entre el ser vivo y el inanimado, pues aún en sus elegantes movimientos, aquello no dejaba de ser una preciosa burbuja que navegaba sin rumbo a través de las oscuras corrientes. Ver aquellos escifozoos fue para mí un deleite, y di gracias a la naturaleza por habernos regalado semejantes espectáculos de belleza.

Más tarde, y más abajo, vi unos temibles monstruos con un tentáculo bajo la boca, que parecía tener en la punta como un miembro luminiscente. Aquel ser carecía de ojos. De forma y tamaño era similar a un atún, pero su boca era enorme, la llevaba siempre abierta, la mandíbula inferior más prominente, con forma de “u” invertida, como las merluzas. Dejaba ver nueve horrorosos dientes largos y finos, dispuestos sin ningún orden y separados entre sí. Me dio la impresión de que si aquel animal cerraba la boca, se hundiría aquellos pinchos en sus sesos, si es que ese ser bizarro podía albergar algún cerebro. Sus aletas parecían estar formadas por púas unidas con membranas al igual que las alas de los murciélagos que vemos en las cuevas, y su piel, negra y brillante, asquerosa, con verrugas, tubículos y agujeros, evocó en mi memoria la palabra “basura”. Sin duda, la madre naturaleza había privado a este ser de órganos visuales para que nunca jamás pudiera contemplar su repulsiva condición de excrescencia de las profundidades. Alejéme cuanto pude de aquél bicho nauseabundo mientras él y otros colegas ciegos de su especie nadaban con sus farolillos a la busca de alimento.

Y así, podría estar describiendo todo lo que vi en aquel misterioso viaje hacia el mundo adonírico, porque aquello, aún siendo un sueño, pertenecía a otro sueño, y aún estando allí, yo no era más que un simple secundario en ese maravilloso mundo. Digamos, que era un espectador pasivo que curiosamente había entrado en una realidad onírica paralela. Y bueno, llegados a este punto, seguro que alguien se pregunta que cómo tomé yo conciencia de mi situación. Bueno, bueno, déjeseme explicar lo que aconteció cuando encontré al calamar de cristal.