02 octubre 2007

El tren. Parte 2

Los asustados vagabundos que malpasaban la noche en la estación se reunieron en torno a la locomotora como almas en pena. Un curioso muchacho de no más de doce años, ojos vivarachos, pelo negro, zurrón de borreguillo y gorra montera de paño, no perdía detalle y observaba ensimismado aquella formidable máquina oxidada que parecía tener vida propia, y que ahora había venido a descansar torpemente en la vieja estación como un soldado que vuelve de las trincheras. Sus poleas, vigotas y bielas no paraban de moverse aún parado produciendo ese sonido que provoca la mecánica antigua.

Tras un chasquido, se abrió ligeramente un portón metálico corredizo en el lateral del segundo vagón. Los vagabundos miraban, y tras unos minutos sagrados, la vieja maquinaria se puso otra vez en marcha como tratando de desperezar. Las dos torres de chimeneas emanaron un humo negro a la vez que los pistones vaheaban cada vez más aquella humareda blanca que empezaba a crear una niebla espesa en el frío apeadero. Con gravedad, las pesadas ruedas se pusieron en movimiento. Las bielas dobles empujaban los recios radios mientras toda la pesada maquinaria se ponía en movimiento. El rítmico golpeteo de los cilindros resonó junto a los resoplidos del vapor, y así el tren partió ante los aún pegados ojos de lo menesterosos, cuyas miradas se perdían embelesadas en el farolillo rojo que desaparecía tras la niebla. Tan hipnotizados estaban, que ninguno notó la ausencia de un curioso muchacho de rostro pálido, ojos vivarachos, chaleco y polainas de pana, zurrón de borreguillo y gorra montera de paño.

Tapado con una manta de lana parda y junto a dos botellas vacías de absenta, yacía un hombre que dormía su borrachera cuando fue despertado por una gran explosión seguida de una lluvia de tierra, chinorros y cascotes. El frente había llegado al pueblo. Aún mareado se asomó por el ventanuco de la buhardilla donde dormían él y su hijastro. La sirena que anunciaba la presencia de los bombarderos había empezado a sonar y todo el pueblo corría como hormigas para entrar en los refugios.

- ¡Corre muchacho, que vienen a por nosotros! - Gritó desesperado mientras sujetaba con una mano su dolorida cabeza.

- ¡Despierta holgazán! - Gritó justo cuando un proyectil impactó cerca del tragaluz abriendo un boquete en la pared e inundando la estancia de humo, escombros y olor a pólvora.

De un salto huyó despavorido escaleras abajo hacia los refugios olvidándose del muchacho, sin más guarda que unos pantalones raídos, una camisa de cuadros y una estera que se le había enganchado en el cinturón tras el alboroto del proyectil. En su resaca, si siquiera había reparado en que el muchacho, aquella noche, no había dormido allí.