27 marzo 2018

El día en que dejé de escribir, de dibujar, de crear y de divertirme

Es uno de esos momentos nimios en los que hay un antes y un después en la vida. Los que me conocen saben que la montaña me entusiasma y me apasiona. Durante mucho tiempo he disfrutado enormemente de esta afición. Inmerso en el mundo de las redes sociales, encontré en Facebook la forma más sencilla y directa de compartir esos buenos momentos con mis amigos y familiares. 

Sin embargo, algo cambió hace cinco años. Estaba subiendo una importante cumbre del sur de España, cuando —a cincuenta metros de la cima— me di cuenta con una claridad meridiana de que eran más fuertes mis deseos de publicar una foto en la cumbre que de disfrutar el momento de la coronación: en ese momento supe que había caído en la trampa de las redes sociales. En vez de un medio se habían convertido en un fin ¡y eso que siempre he mantenido una distancia prudente y sobria respecto a ellas!

Después me di cuenta de que algo similar había ocurrido con lo que escribía, con lo que dibujaba o con lo que componía. El  auténtico placer de crear había sido engullido por la soberbia vanidad de recibir aprobación… y lo peor de todo ¡es que ya no era divertido!

He encontrado aridez cuando profesionalmente he tenido que escribir ¿cómo puede ser? —me decía mientras intentaba utilizar la retórica más conmovedora para mis lectores o evaluadores—. También cuando he tenido que ilustrar mis trabajos, hasta el punto de que últimamente no he conseguido vencer al —antaño desafiante y placentero— papel en blanco.  Sí, me dejé llevar por la corriente que tanto critiqué, y ahora escribir, dibujar y crear no son procesos agradables. 

¿Cómo salir de aquí? Creo que de igual manera lo he experimentado en uno de esos momentos nimios: solo en casa, sin citas ni nadie que me espere, con un vals de Strauss de fondo, quise elaborar un escrito bello… sin más utilidad que el «porque sí». He visto cómo fluían de nuevo ideas olvidadas, cómo al intentar introducir frases hechas de otros, mi espíritu me decía: si haces eso, ya no será una obra tuya de verdad. Me he dejado llevar por el placer de escribir, como si fuera un juego: palabras, rimas, sentidos, tachones… ¡y ha sido muy divertido!

Danza

Tú y yo danzamos: dos y uno; uno y dos.
Primero tú y luego yo; después tú y antes yo.
¿Hasta dónde llegaremos, mi amada?
Por aquí ya no hay camino, no oímos a nadie.
Los viejos se quedaron atrás conversando en el cruce del leño de roble astillado.
—Los viejos hablan y hablan, pero no aman.
Sólo la espalda del Artista se deja ver entre las nubes:
«Os hice para contemplar».
Un dolor anuncia la muerte y la fragilidad; no podemos ser más de lo que somos, pero el Artista nos ha dado ya el brillo excelso de lo que mañana seremos.
«¿Parecer? ¿belleza? ¿hermosura?» —calla el Artista, mientras con sus manos amorosas imprime vida a un retazo de seda verde que también danza alrededor de los amados.
¡Qué hermosa eres amada!
 La danza se hizo para los enamorados.
El artista tiene en sus manos el leño de roble y lo acaricia con cariño de sabio, de genio, de esposo y de padre.
Labra en él un rostro para los que saben mirar, y le da vida.
¿Tú sabes cómo se llaman esas flores moradas que se abren a nuestro paso?
—«son violetas, amado».
Ahora sé que la música no nos empuja, sino que nos atrae.
El retazo de seda verde llega de nuevo hasta el artista y lo guarda en una caja que dice: «Os hice para contemplar».