02 junio 2007

El órgano


Como siempre, llegó por los pelos. Entró por la conocida “puerta de las cadenas” flanqueada por los cubillos, unas curiosas torres que contrarrestan la carga de la cabecera. La catedral estaba llena, todos los bancos estaban ocupados. Nunca se hubiera imaginado que un evento de aquel tipo atrajera a tanta gente. Comenzó a recorrer el ábside, con la intención de acomodarse en alguno de los bancos libres de las naves laterales, mientras tanto, no paraba de mirar las numerosas capillas que atravesaba, prometiéndose a sí mismo volver a visitarlas cuando tuviera más tiempo.

Al rodear por detrás el presbiterio, reparó en una hilera de sillas de madera colocadas justo en el crucero, de espaldas al coro, de frente al altar mayor, y con las dos mueblerías de tubos del órgano a los lados. Era el lugar perfecto ¡y estaban vacías!

Acomodado en tan privilegiado lugar, y tras una breve monición del organizador del evento, comenzaron a sonar los graves bordones y las sonoras trompetas, que son aquellos tubos que se abren en abanico de forma horizontal. Poco a poco se fueron añadiendo tiples, flautados y gambas. El sonido combinado de una decena de notas se fue haciendo casi ensordecedor, para silenciarse de pronto. El maestro organista había conseguido transportarnos al Barroco y a un mundo en el que lo humano y lo sublime se abrazaban en los caños de un órgano centenario.

Con una obra de Sweelinck, se reclinó sobre la silla de madera, mirando extasiado la parte superior del templo, perfectamente iluminada con varias tonalidades de luz –o mejor dicho, varias temperaturas de luz− toda de piedra tallada con las formas más curiosas. Entre columnas, pilares, terracillas y arcos ciegos podía distinguir pequeñas puertas tras las que se imaginó pasadizos, estrechas escaleras y habitáculos secretos de cuya existencia sólo sabía el arcediano.

A unos tientos de Cabanilles, se imaginaba pasear por una de aquellas altas terrazas o repisas, quizás algún maestro picapedrero se dejara olvidada en un recoveco un cincel, unas gradinas, uñetas o cualquier herramienta de la época. También pensaba en cómo aquellas piedras habían visto guerras, la inqusición, habrían visto a los monjes dominicos, a las mujeres acudir a los oficios tapadas con velo. Habrían visto modas, coronaciones y solemnes cabildos. Habrían soportado tormentas, epidemias, terremotos. En sus sólidos muros habían visto anidar golodrinas, trepar hiedras y crecer musgos. Sus campanas habrían anunciado catástrofes, nacimientos y toques de queda.

Bach se encargó de que nuestras almas cruzaran hacia lo trascendente. Unas soportables disonancias se resolvían con sencillas armonías de manera rítmica que significaban una lucha entre el bien y el mal en la que siempre vencía el bien. Las escenas bíblicas plasmadas en enormes vidrieras se encargaban de añadir la componente plástica a aquella catequesis sublime.

Cuando salió de la catedral ya no la veía como una construcción artística… ahora la veía viva, le había transmitido parte de su secreto, y por eso, ahora caminaba de regreso a casa por aquella oscura calle empedrada con una sonrisilla. Quizás aquello del alquimista Fulcanelli: “…la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas”.

2 comentarios:

Unknown dijo...

¡¡Vaya!! Debe ser demasiaaaaaaaaaaado genial tener una experiencia de éstas :D

Me gusta mucho cómo describes todos los lugares, situaciones y pensamientos :)

Ya extrañaba leer de tus entradas en el blog :P

Saludos!!!!!

Verena Sánchez Doering dijo...

me encanto querido amigo, tienes mucha magia para contar las cosas, situaciones y momentos
que cierto lo que dices al final que la musica le dio vida a ese lugra, la magia de una gran maquina que da un magico sonido como el órgano
me hiciste pasear por la música querido amigo
te dejo muchosa cariños y gracias
que estes muy bien, besitos


besos y sueños