12 junio 2007

El Ginkgo. Parte 1

La encontró allí, escondida entre las raíces del árbol misterioso, justo en el cauce que había dejado un antiguo río. Se trataba de un Ginkgo, la especie de árbol más antigua del mundo. No tiene parientes vivos conocidos, y según los fósiles que tenemos, no ha evolucionado hasta nuestros días. Es la única especie que ha llegado hasta nosotros que sobrevivió a la gran extinción del Pérmico, hace 200 millones de años, en la que desapareció el 95% de la vida sobre la Tierra, y por eso Darwin lo llamaba “fósil viviente”. Otros llaman a este milenario árbol oriental “árbol de la esperanza”, pues cuatro ejemplares japoneses resistieron a la explosión de la bomba atómica en Hiroshima. Uno de ellos, en un templo budista (que quedó totalmente destrozado) a tan sólo 1 km del lugar de la explosión, aún se puede ver junto a un cartel que reza: “No más Hiroshima”.

Volvamos al relato. Sus raíces quedaban parcialmente al aire debido a la erosión del agua que había formado junto a él un gran socavón. Estaba ubicado en la parte más profunda del bosque, rodeado de helechos, lianas, hiedras y monumentales secuoyas. Con sus tres metros de diámetro, su tronco bimilenario y sus peculiares “chichi” −unos extraños subtroncos que crecen a modo de estalactitas− tenía un aspecto no de árbol, sino de templo. Sin duda era el señor del bosque.

Tras la puesta de sol, se alzó la luna brillante sobre un cielo aún azulado. Entonces, como tenue lumbrera, la gema de Kayjaa, comenzó a derramar sus cálidos rayos azules sobre las raíces del Ginkgo. Extasiada miraba el acontecimiento mientras una fría brisilla acunó sus cabellos de oro, y a la vez las ramas del árbol, que suavemente crujían bajo la luna, iniciando así el ritual.

Sus brillantes ojillos reflejaron la luz de la gema, y su nívea piel también se empezó a bañar en la suave luz azul. Los rayos se hicieron cada vez más intensos, y poco a poco fueron adquiriendo como consistencia, llegando a ser como agua de luz que comenzó a fluir por el cauce del viejo río. De la gema salían ahora como chispas de luz blanca que revoloteaban caprichosamente antes de apagarse apenas unos instantes después.

Allá en lo alto, las hojas del viejo árbol mecidas por el viento comenzaron a derramar gotas de luz doradas resaltando aún más si cabe su imponente presencia mágica. El viento soplaba, todo el bosque se agitaba, y en el centro, el majestuoso Ginkgo se transformaba animado por la gema de Kayjaa.

(continuará...)

02 junio 2007

El órgano


Como siempre, llegó por los pelos. Entró por la conocida “puerta de las cadenas” flanqueada por los cubillos, unas curiosas torres que contrarrestan la carga de la cabecera. La catedral estaba llena, todos los bancos estaban ocupados. Nunca se hubiera imaginado que un evento de aquel tipo atrajera a tanta gente. Comenzó a recorrer el ábside, con la intención de acomodarse en alguno de los bancos libres de las naves laterales, mientras tanto, no paraba de mirar las numerosas capillas que atravesaba, prometiéndose a sí mismo volver a visitarlas cuando tuviera más tiempo.

Al rodear por detrás el presbiterio, reparó en una hilera de sillas de madera colocadas justo en el crucero, de espaldas al coro, de frente al altar mayor, y con las dos mueblerías de tubos del órgano a los lados. Era el lugar perfecto ¡y estaban vacías!

Acomodado en tan privilegiado lugar, y tras una breve monición del organizador del evento, comenzaron a sonar los graves bordones y las sonoras trompetas, que son aquellos tubos que se abren en abanico de forma horizontal. Poco a poco se fueron añadiendo tiples, flautados y gambas. El sonido combinado de una decena de notas se fue haciendo casi ensordecedor, para silenciarse de pronto. El maestro organista había conseguido transportarnos al Barroco y a un mundo en el que lo humano y lo sublime se abrazaban en los caños de un órgano centenario.

Con una obra de Sweelinck, se reclinó sobre la silla de madera, mirando extasiado la parte superior del templo, perfectamente iluminada con varias tonalidades de luz –o mejor dicho, varias temperaturas de luz− toda de piedra tallada con las formas más curiosas. Entre columnas, pilares, terracillas y arcos ciegos podía distinguir pequeñas puertas tras las que se imaginó pasadizos, estrechas escaleras y habitáculos secretos de cuya existencia sólo sabía el arcediano.

A unos tientos de Cabanilles, se imaginaba pasear por una de aquellas altas terrazas o repisas, quizás algún maestro picapedrero se dejara olvidada en un recoveco un cincel, unas gradinas, uñetas o cualquier herramienta de la época. También pensaba en cómo aquellas piedras habían visto guerras, la inqusición, habrían visto a los monjes dominicos, a las mujeres acudir a los oficios tapadas con velo. Habrían visto modas, coronaciones y solemnes cabildos. Habrían soportado tormentas, epidemias, terremotos. En sus sólidos muros habían visto anidar golodrinas, trepar hiedras y crecer musgos. Sus campanas habrían anunciado catástrofes, nacimientos y toques de queda.

Bach se encargó de que nuestras almas cruzaran hacia lo trascendente. Unas soportables disonancias se resolvían con sencillas armonías de manera rítmica que significaban una lucha entre el bien y el mal en la que siempre vencía el bien. Las escenas bíblicas plasmadas en enormes vidrieras se encargaban de añadir la componente plástica a aquella catequesis sublime.

Cuando salió de la catedral ya no la veía como una construcción artística… ahora la veía viva, le había transmitido parte de su secreto, y por eso, ahora caminaba de regreso a casa por aquella oscura calle empedrada con una sonrisilla. Quizás aquello del alquimista Fulcanelli: “…la busca y el despertar de la Vida secretamente adormecida bajo la gruesa envoltura del ser y la ruda corteza de las cosas”.